Comenzamos el gran viaje sin camino, con una necesidad olvidada por llenar el vacío de algo que nos falta. Una parte perdida que se inquieta en nuestra cabeza pero que se siente en el corazón. Una parte que queremos llenar con las cosas del mundo. Caminamos sin destino arrastrando cargas de amor desperdiciado. Desperdiciado en la soledad, por las cosas materiales, por la fortuna, por el éxito, por el reconocimiento y por un sinfín de cosas inútiles. Por más que escogemos el brillo aparente que creemos necesitar, aún así sabemos que son débiles destellos en una noche sin luna. Porque esa parte que nos falta, tiene la forma, de lo que perdimos al llegar a la vida, una forma indeformable por las cosas del mundo que solo tiene la forma de Dios.

Hasta que un buen día, después muchos años y luego de varios intentos, reconocemos que existe una búsqueda. Un sello colocado sobre la naturaleza humana que nos hace ovejas del mismo rebaño. Un camino a cuestas que se debe recorrer como peregrino en la vida. En esto consiste el camino, en que hemos sido lanzados como insignificantes fotones, semejantes en esencia, a la fuente de luz inagotable, con el objetivo de internarse en la oscuridad del mundo, para revelar en cada acto, la existencia del Buen Padre. Y por ello, es que fuimos dotados con destellos de amor, para encaminar con vela en mano a los extraviados, para consolar a los afligidos, en el mismísimo camino de Jesús, tras las huellas de sus sandalias.

Y en esto consiste la verdadera alianza: el Buen Padre es la promesa de la verdadera vida, nuestro Dios. Y nosotros su pueblo santo, llamados a decidir voluntariamente si queremos regresar, como el hijo pródigo al Buen Padre, donde fuimos y seremos todo y parte a la vez o continuar soberbiamente peregrinando, en el eterno retorno, en busca de la parte perdida que nunca llegará a completarnos.