Esta es una historia de años pretéritos que se desarrolló en el pasaje que ya he aludido en otras ocasiones. Colindando con la casa de mi abuela se levantaba una vivienda de adobones carcomidos cuya puerta era una suma de maderas descuadradas sin arte ni gracia que completaban el mísero cuadro. En esta ruinosa vivienda moraban la señora Ema y su hijo Villalobos. Nunca supimos por qué extraña situación sólo le llamaban por su apellido y jamás por su nombre, a menos – suponíamos- que hubiese sido inscrito así delante de un empleado del Registro Civil muy obsecuente. Don Efraín Lira, un señor alto y enteco que cojeaba de su pierna izquierda y del cual jamás supimos que monos pintaba en dicha relación, arrendaba un cuarto dentro de lo que imagino debió coincidir con la miseria del exterior. Poco se veían esos vecinos, pero a menudo se filtraban gemidos gatunos y algo parecido a un solfeo grave e impreciso. Era la señora Ema, cuya principal afición era libar de forma constante y sin remordimiento sendos vasos de vino y acaso la repentina escasez del bebestible originaba airados reclamos a su retoño, sumido éste entre rezongos y ya en los arreboles de la embriaguez. Desde entonces y hasta hoy, siempre que me cruzo con un minino, imagino la faz implorante de la señora clamando desde sus ruinas quizás por un poco de sosiego para su alma desorientada.
Alguna vez pude contemplarlos emergiendo como tres espectros desde la desaliñada vivienda. La señora Ema, delgadísima y despeinada, luchaba para que no se le escaparan sus pies de los deformados zapatos que llevaba o bien eran éstos los que a propósito le rehuían avergonzados. Su hijo caminaba junto a ella, desgarbado y huraño, acaso rumiando todavía el sabor amargo de alguna resaca. A su lado, el señor Lira se bamboleaba a babor y estribor, con su largo abrigo gris y su gorra de marinero. Extraño conjunto de personas, acaso movidas por el interés inmediato de borronear su existencia por el expediente fácil del licor.
De vez en cuando le contaban a mi abuela que la señora Ema se había caído en plena feria libre y allí se había quedado despaturrada y con sus piernas magras expuestas hasta que aparecía el Villalobos para cargarla a duras penas, un cuadro desolador en esa mañana repleta de gente cargando verduras e indiferencia. Mi abuela se conmocionaba ante estas situaciones y aludía a la honra y decencia de las personas, pero bien poco podía hacer por esa vecina descarriada de la cual apenas conocía su nombre. Jamás se saludaron y nunca pudo calcular las edades de cada uno de ellos: sus rostros esculpidos por el maltrato propinado por su adicción, eran un misterio oculto, simples ruinas desperdigadas bajo arenales desérticos.
Una tarde la despaturrada puerta se abrió de golpe y el señor Lira salió gritando maldiciones que en su voz ronca adquirían acentos de profecía. Su cojera se intensificó y el bamboleo amenazaba con un fatal naufragio entre el pedrerío que se alternaba con el tierral del pasaje. Cual navío emergiendo triunfal desde una tormenta, perseveró en su caminata y desapareció al fin en la esquina. Esa noche –comentaban los vecinos- regresó muy encendido y entonando con su voz de barítono algo que parecía una ranchera. Pasaron los años y por situaciones de la vida fui espaciando mis visitas a la casa de la abuela. Supe después por ella que todos esos vecinos tan particulares fallecieron carcomidos por los estragos de su letal vicio, acaso cada cual esperando la parca con un gesto desafiante y posiblemente exigiendo que su tránsito hacia el más allá les ofreciera algo mejor que sus oscuras existencias.