Hubo un tiempo en que me dedique a la venta de un Elixir multipropósito. Todo lo podía, desde resfríos a neumonías desde angustias a trastornos del sueño. Recorrí muchos Estados convenciendo a la gente de las propiedades curativas del producto, una fórmula que me fue confiada por un Cacique Siux de norte de Minnesota. La base del producto era el bicarbonato, con abundante jalea real que brindaba la viscosidad de un jarabe.
Si no fuera tan presumido hubiera hablado de un producto paliativo más que curativo.
Si bien no pude comprobar las propiedades que ofrecía esa poción, debo reconocer que la gente la recibía de buena manera, con mucha esperanza. No me resultó fácil el nombre, la marca apareció después de muchos cabildeos “Placebo”, el elixir de la vida. Un slogan que recorrió el medio oeste norteamericano.
La clave del éxito fue montar un gran show, un escenario en las afueras del pueblo, una convocatoria con volantes pegados por las calles, y los necesarios partenaires que daban crédito al producto.
Me acompañaban mi amigos, Biff y Al, que eran el ciego que veía y el mudo que hablaba. Un espectáculo grotesco que rendía sus frutos. Daisy era el arma secreta cuando el relato no llegaba a convencer.
Cuando los parroquianos se unían para insultarme era el momento de la aparición de Daisy, con la rutina del desmayo, el desvanecimiento y la resurrección al beber de la afamada botella.
En la etiqueta se advertía lo contraindicado de uso en párvulos y niños. Un prurito con el que siempre me manejé en ese negocio. Casi lo único que se podía leer en el envase ya que las instrucciones tenían una letra imposible de leer hasta para el redimido Biff.
Solo en una oportunidad la pasamos mal, fue en Connecticut , cuando uno de los presentes comenzó con insultos e improperios hacia el producto y hacia mi persona. Le había vendido el producto a un Sheriff de un pueblo vecino que presentaba un grave cuadro de alopecia.
-Callate pelado, se oyó un grito entre la multitud, era el viejo Al tratando de dar una mano al difícil momento. Una ocurrencia que cayó como el demonio para al calvo y que nos condujo a la cárcel. Otra vez, gracias a las curvas de Daisy y su poder de convencimiento salvó el mal trago.
Le dijo al Sheriff que se le estaban insinuando algunos cabellos en la cabeza, señal inequívoca de efecto de “Placebo”. No solo nos dejó ir, sino que le vendimos tres botellas más.
La llegada del ferrocarril y la fiebre del oro nos jugaron una mala pasada, ya las noticias viajaban en tren y con esa velocidad arreciaban las críticas.
Se llegaron a contar historias fantásticas sobre el producto y sobre mi persona se me demonizaba con la misma intensidad que se me alababa, llegando a tal grado de confusión que decidí recluirme en una habitación de hotel, alejándome para siempre de mis entrañables amigos. |