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Los Incas Reyes del Perú, entre otras muchas
grandezas reales que tuvieron, fué una dellas
hacer a sus tiempos una cacería solene, que en
su lenguaje llaman chaco.

Garcilaso de la Vega, Comentarios Reales de los Incas




La noche es fría y oscura y sin embargo el parque está lleno de jóvenes. Chicos y chicas toman junto a sus autos, acompañados de un rebote incesante diseñado para idiotizar. Algunas parejas conversan abrazadas o tomadas de las manos en las bancas más a la vista. De la oscuridad más profunda llegan risas lúdicas, susurros contenidos, gemidos descarados. De pronto, se hace la luz; intensa, ubicua, como si un sol anacrónico impusiera el día en mitad de la noche.

Sincronizado con la súbita iluminación de los edificios que rodean el parque, un sonido de bocinas subterráneas se uniformiza en una nota hueca y melancólica que espanta las aves. Sin comprender qué sucede, los jóvenes caminan con recelo hasta la pista. La nota cesa abruptamente y deja un tenso vacío que se rompe con un grotesco desconcierto de silbatos, panderetas, sonajas, cornetas, matracas. Una violenta onda de pánico recorre el parque. Repelidos por la luz y el ruido, los jóvenes corren frenéticamente hacia las bocacalles, pero las encuentran bloqueadas por unas sogas de las que cuelgan cintas de colores, que el viento gélido agita espectralmente. Sin atreverse a saltarlas, se van aglomerante ante las improvisadas vallas que protegen las ambulancias, carros de bomberos, portatropas y otros vehículos estacionados del otro lado. Los largos minutos de irresolución al menos les permiten reponerse del deslumbramiento; entonces descubren, ocultos en las luces, a los ejecutantes invisibles.

En cada extremo del parque, hombres y mujeres de toda edad, vecinos de los edificios y las calles adyacentes, marchan en el sitio tomados de la mano o haciendo sonar sus precarios instrumentos, y forman una hilera que abarca toda la cuadra. Detrás de ellos, soldados rompemanifestaciones siguen el ritmo golpeando sus varas contra sus escudos. Los jóvenes los contemplan fascinados hasta que, dando gritos y agitando las manos, las dos hileras empiezan a avanzar; entonces, presas de un terror insensato, dan media vuelta y se dispersan en estampida por el parque.

Desde las terrazas de los edificios, los impedidos de participar alientan a sus familiares haciendo resonar utensilios de cocina; los más pequeños sueltan globos, arrojan cintas de colores y papel picado. Dosificando sus energías, las dos hileras avanzan sorteando los canales de regadío, las piedras desperdigadas entre el pasto austero, las bancas, los árboles esporádicos. Los extremos progresan más rápido y las hileras van tomando forma de semicírculo; entre ellas, grupos disímiles corren incansablemente, cambiando a cada instante de dirección.

Los que no han abandonado a sus enamoradas se ven lastrados por otras chicas que instintivamente buscan protección contra algún asalto lascivo en medio del caos. Los chicos más jóvenes se llaman con señas y silbidos para intentar abrir una brecha en las murallas que avanzan. Los mayores repelen la compañía, atribuyendo más probabilidades de evasión a un intento solitario. Pero todos sus amagos de carga se diluyen en las inmediaciones de las paredes humanas que reducen lentamente el terreno, conduciéndolos inexorablemente hacia el centro del parque.

Más decididos son los traficantes, los homosexuales, las prostitutas, los delincuentes que suelen merodear por el parque para comerciar con los jóvenes o asaltar a las parejas distraídas. Al verse acorralados, algunos rugen amenazas, otros se trepan ágilmente a los árboles, las prostitutas y los homosexuales muerden y arañan, los asaltantes más grandes se plantan firmemente para resistir a pura fuerza a los soldados que surgen a través de las hileras de vecinos; pero todos son reducidos con facilidad y luego conducidos a un portatropas que los saca del parque.

Poco a poco, los extremos de las hileras se van aproximando y el cerco se cierra sobre los jóvenes. Sin darles tiempo de reaccionar, los soldados arman una valla de contención con barretas y sogas de las que cuelgan cintas de colores, y los jóvenes quedan irremediablemente cautivos. Entonces, los exhaustos vecinos celebran bajo el aplauso ferviente de los espectadores.

La salida del sol encuentra a los jóvenes apelotonados en silencio, sin mostrarse afectados por el intenso frío que obliga a arroparse a los que a su alrededor se ocupan presurosos en toda clase de preparativos. De un lado del cerco, el capellán del destacamento dispone sobre una alfombra los objetos del culto que le alcanzan vecinas devotas. A unos pasos, los soldados arman toldos y colocan sillas de plástico. Más allá, los vecinos cavan agujeros y acarrean piedras. Del otro lado del cerco, los soldados arman varias mangas que conducen hacia el extremo opuesto del parque, donde están estacionados los vehículos de emergencias, los portatropas y una móvil de cómputo. El sol ya empieza a quemar con fuerza cuando, en medio de grandes muestras de simpatía, arriba el Jefe Cívico Militar de la provincia, que saluda sin apenas inmutarse a pesar de que el flagrante bloqueador no se condice con su uniforme de gran gala cubierto de condecoraciones. Después de acompañarlo en un breve recorrido, los vecinos van tomando asiento para presenciar la ceremonia principal, concelebrada por el Jefe Cívico Militar y el capellán.

Tras pronunciar una oración de agradecimiento, el capellán saca de una caja una botella envuelta en un paño de seda blanco. Mientras el Jefe Cívico Militar la levanta solemnemente, el capellán salmodia la cronología del licor que contiene, destilado dos veces, añejado y embotellado en una remota región de altas montañas por hombres de barba y cabellos rubios y ojos azules. Para que no haya dudas de su autenticidad, el Jefe Cívico Militar pronuncia con orgullo el número inscrito en la botella, prueba irrefutable de su procedencia; luego, rompe los precintos y derrama en la tierra el primer trago. A continuación, vierte en una copa dos dedos del licor ambarino, y tras recibir del capellán otra con agua helada, bebe de ambas alternadamente. De manera similar se sirven el capellán y los vecinos principales.

A continuación, el capellán eleva una copa de un licor encarnado y lo declara convertido en sangre por gracia de su incomprensible dios. Entonces, de entre los cautivos traen a un joven alto y atlético que lleva de la mano a su enamorada, una linda jovencita de grandes ojos color miel y sedoso cabello castaño oscuro, con un largo mechón decolorado que le cae graciosamente sobre una mejilla. El capellán les corta con cuidado sendos mechones de cabello que coloca en la alfombra. Luego, el Jefe Cívico Militar les unta con el dedo un poco del licor consagrado detrás de las orejas, y después de pintarse las mejillas de modo análogo, les indica que pueden irse. Su liberación marca el fin de la ceremonia, y el capellán hace un bulto con la alfombra y los objetos del culto, y lo entierra. Para regocijo de todos, también dejan ir a un joven de cabello largo y sucio. Rápidamente alcanza a los enamorados que deambulan desconcertados, y los tres echan a correr entre los aplausos de los espectadores.

El sol está en lo más alto del cielo cuando los vecinos y los soldados empiezan a sacar del cerco a los demás jóvenes y los distribuyen en las mangas. Al entrar, una enfermera les desinfecta un hombro y les pega un parche blanco en el que, conforme pasan los minutos, se va revelando un patrón irrepetible de líneas de diferentes colores y grosores, unidas por un extremo. A la mitad de cada manga, un soldado dispara un destello de luz que lee en el patrón los datos biométricos y un completo análisis patológico y toxicológico de cada joven. Los datos se transmiten instantáneamente a la móvil de cómputo, donde se procesan y se almacenan permanentemente sin vulnerar su derecho a la intimidad. Poco después, el parche se cae por sí solo.

Al final de cada manga, una estilista les corta el cabello a las chicas según la forma del rostro y el tipo y color de cabello, pero en ningún caso más abajo de los hombros; y a los chicos, al estilo militar. Al terminar, todos reciben folletos de orientación sexual y prevención del consumo de drogas, y luego quedan en libertad, sirviéndoles el corte de cabello como salvoconducto para atravesar los retenes militares. Tras el último los esperan sus padres, que luego de los abrazos emocionados por el reencuentro y de cerciorarse de que están bien, los reprenden con severidad y les advierten que aprendan la lección.

Finalizado el corte de cabello, los soldados levantan las mangas y ayudan a los vecinos a limpiar el parque. Cuando terminan, se abre las calles y se retiran los vehículos de emergencias y la móvil de cómputo; un camión de limpieza se lleva la basura recolectada y las bolsas con el cabello cortado; y varias grúas remolcan los autos abandonados. Entonces, empieza una fiesta en la que se sirve carnes al palo con guarnición de viandas asadas bajo tierra. Los más jóvenes, ataviados con coloridos atuendos, danzan ejecutando complicadas coreografías. Cuando el sol ya no es rival del viento, el baile es general.

La celebración todavía se prolongará algunas horas más, pero sus ecos perdurarán en la memoria colectiva y pasará mucho tiempo antes que nuevos jóvenes empiecen a frecuentar despreocupadamente el parque por las noches. Y pasará mucho más tiempo antes que los vecinos vuelvan a organizar la ceremonia que se ha producido en este parque. En todos los parques de esta provincia. Como han venido haciendo los hijos de esta tierra los últimos mil años.

Texto agregado el 07-08-2021, y leído por 69 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
07-08-2021 Amo Perú, justamente en mi último libro hay varios capítulos -donde entre muchas otras cosas- cuento mis andanzas en ese bello país. MujerDiosa
07-08-2021 Toda celebración es cultura y, sin duda, Perú es un país con basta cultura desde remotos tiempos. JerryMendez
 
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