El vecino se declaró en rebeldía, no exenta de flojera y nunca más arrió la bandera que con tanto esmero había instalado en el frontis de su casa con motivo de Fiestas Patrias. Transcurridos los encendidos días de jolgorio, allí permaneció ese pabellón flameando durante largos meses. El sol lo decoloró y el viento le produjo serios desgarrones. Pronto, la bandera, por culpa del deterioro y de su lamentable decoloración, ya no fue digna representante ni de su país, ni de ningún otro.
Navidad irrumpió en medio de un calor abrumante y poco después, los hombres despidieron el año y recibieron el siguiente, en medio de festejos y fuegos de artificio. La bandera continuó al tope, perdida su identidad y con ello, todo lo que la hacía digna de representar eso que late en el pecho de cada hombre y que se define como nacionalidad.
Y desaliñada, sin significación alguna, flameaba bajo los cielos irresolutos de aquel otoño, mientras los creyentes desfilaban silenciosos con algún icono religioso delante de sus narices. Era Semana Santa y el alma de la mayoría se sobrecogía con el eterno mensaje de concordia.
El invierno, arreció con su furia incontenible y desgarró aquel pabellón, transformándolo en múltiples jirones de color ceniciento. Ningún pecho se habría inflamado, al contemplar aquella pañoleta sucia.
Y cuando, una vez más, llegó el mes de la Patria, aquel vecino estimó conveniente reemplazar ese guiñapo informe y trepó al tejado con una bandera nueva. Mas, no pudo llegar a su destino, porque una de las tejas cedió y el pobre hombre, perdido el equilibrio, se desplomó aparatosamente y allí quedó todo contuso. Más tarde, este señor falleció por otras causas y el tema del pabellón quedó en el olvido.
Por lo tanto, el girón de tela, sucio y grisáceo, continuó flameando sobre ese tejado y fue por largos años el pabellón de gatos y pájaros curiosos que se reunían a picotear semillitas inexistentes sobre esta que parecía una nueva patria que honraban con sus actos rutinarios.
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