_ ¿Sos virgen?, me espetó el amigo de Marga en el parque Centenario.
Ante semejante pregunta al filo de mi intimidad mas absoluta, le dije:
_ ¿Y a vos qué te importa?, ¿Qué? ¿Querés debutar conmigo?
Con Margarita éramos amigas desde la infancia más remota. Nuestras madres desembarcaron de Europa juntas, en el mismo barco. Dos inmigrantes polacas, desvalidas, desahuciadas, en América del Sur. Yo le llevaba a ella azúcar, porque en mi casa abundaban los fideos, el arroz, y Margarita se apiadaba de mi llevándome a pasear al parque, y presentándome a todos sus amigues, entre los cuales estaba Fernando, que por supuesto le arrastraba el ala a ella, la superada. A mí me tocaba Jorge, el que copiaba los versos de Adolfo Gustavo Bécquer, con el cuentito de que los había escrito él. Yo, que ni siquiera había leído a Bécquer, confiaba, incrédula.
El parque que no estaba alambrado, tenia monumentos donde sentarse. El césped se encontraba lleno de malezas, hierbas malas, que ningún jardinero, empleado del gobierno de la ciudad de buenos Aires, osaba cortar.
Así pasamos las tardes, los cuatro, ellos Fernando y Margarita lejos de nosotros que caminabas tomados de la mano, ajenos a los principiantes en el escarceo romántico, que pululaban detrás de los arbustos.
Fue en aquel verano en que descubrí, casi sin quererlo; la fina, intima e impúdica tela que me separaba del mundo.
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