Los violines como olas palpan la orilla de la mejilla caliente. En el fondo de la habitación suena un tocadiscos. Tendido boca abajo me afano en un recuerdo. Lo busco y lo persigo sabiendo que no vendrá. Los zapatos me los saqué antes pero me dejé los calcetines. Tampoco me deshice del alma. Mis ojos ahora miran hacia adentro. Los párpados que anido son como sombras de tumbas entre abiertas. El aliento recita versos malditos cuando no estás, cuando ya te has ido. Y ahora un violonchello profita vozarrones de silencio, y antes un suspiro hondo dejó por escrito su reclamo, su lamento. Y me doy otra vuelta en esta cama de espinos para pintar de rojo mi luto.
Todo adentro mío suena a mar, al mar triste de noviembre, al del cielo gris y las gaviotas al ras, al de la sal que quema los ojos, y vuela la arena y la cara. Todo afuera está vacío, sin colores y desteñido. Desgastado, roto, raído; nada ahora tiene sentido. La saliva escurre por la almohada cuando no encuentro esa idea, cuando te veo la espalda y tu recuerdo no olvido. Y me doy otra vuelta y otra más. Y con cada una que doy, estalla el sedimento del fondo marino; se vuelve una nube irrespirable, una condena, un martirio.
Tendido de espaldas enfoco el techo de la pieza. El tiempo sabe amargo y solitario como la ribera del río. Transcurre lento como bocanada de humo. Las Hojas de otoño cubren el piso, se lo tragan. Ni la manta que me tapa la cara aguanta todo este frío, de navaja, de abismo. Y el olvido que metió su cola me hizo tropezar entre delirios rojos. El día viene gris y brumoso, sin más sentido que llenar el tiempo que transcurre virulento, adormecido.
Centenares de ratas se devoran mi carne, como la culpa, como el olvido, la muerden, la lamen. Ya no queda piel que me tape el rostro, en esta pieza abandonada, entre paredes y rincones dormidos. Cae la aguja en la orilla del vinilo; nunca vino la idea, se quedó en el trayecto. Nada hay cuando me he dormido, sólo un deseo vacío, tan amargo como el dolor.
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