Es un hecho, que el sufrimiento es parte innegable e inevitable de la vida, tanto para los justos como para los no tan justos y que el origen del sufrimiento puede ser atribuido a distintas razones, sin llegar a comprender nunca el sentido verdadero en su esencia. Lo que me motiva a escribir este ensayo, es exponer el sentido que le atribuye el hombre al sufrimiento, en el plan divino de la salvación.
¿Debía sufrir Jesús para salvar a la humanidad? ¿Acaso Dios no podía haber obtenido la salvación de los hombres de un modo menos desagradable? ¿Menos duro para Jesús? ¿Por qué Cristo no podía morir de manera natural, para luego resucitar y así cumplir el plan de salvación?
En nuestra insignificancia, y esto no como confesión de humildad, sino como certera condición de nuestra limitada naturaleza, me reconforta declarar que toda la voluntad divina es un misterio inalcanzable a la comprensión humana y que solo es posible de comprender mediante revelación divina. Podemos sostener que ni a Jesús mismo, en su naturaleza humana, se le revela completamente el sentido de su pasión, cuando Lucas escribe:
«41 Y se apartó de ellos como a un tiro de piedra, y poniéndose de rodillas, oraba, 42 diciendo: "Padre, si es tu voluntad, aparta de mí esta copa; pero no se haga mi voluntad, sino la tuya"» (Lucas 22:41-42)
¿No es consistente pensar que si Jesús hubiese tenido la comprensión verdadera de su sufrimiento, lo hubiese aceptado, sin pedir que se apartara de él esa copa? Entonces ¿Por qué esperamos que un hombre cualquiera, quién no puede ser más que Jesús, nos revele el verdadero sentido de la voluntad del Padre para someter a Jesús a la pasión?
Es cierto que el padecimiento del mesías estaba escrito a lo menos setecientos años antes de que ocurriera, pero el hombre de entonces, lo justificaba presentando la figura de un dios que debía castigar antes al hombre para luego reconciliarse con él.
«4 Ciertamente Él llevó nuestras aflicciones, y cargó con nuestros dolores. Con todo, nosotros lo tuvimos por azotado, por herido de Dios y afligido. 5 Pero Él fue herido por nuestras transgresiones, molido por nuestras iniquidades. El castigo, por nuestro bienestar, cayó sobre Él, y por sus heridas hemos sido sanados» (Isaías 53:4-5)
Siempre fuimos advertidos, de lo que iba a ocurrir, pero nunca del sentido verdadero del por qué debía ser de esa manera. Es el mismo Jesús, de la mano de Lucas, quién nos reprende por no creer —no dice comprender— las revelaciones de su padecimiento. (Isaías 50:6, Isaías 52:13, Zacarías 12:10, Salmo 22, Salmo 69)
«25 Entonces Jesús les dijo: "¡Oh insensatos y tardos de corazón para creer todo lo que los profetas han dicho! 26 ¿No era necesario que el mesías padeciera todas estas cosas y entrara en su gloria?"» (Lucas 24:25-26)
También es Jesús, de la mano de Juan, quien explica maravillosamente el sentido de su pasión, comparándola con la aflicción que sufre una madre al dar a luz a su hijo, recién nacido que para Pablo representaría a su naciente iglesia. Una figura bastante singular, en un tiempo donde quienes mejor podían comprender el mensaje: las mujeres, estaban sometidas a las posiciones de menor privilegio en las estructuras sociales de aquellos tiempos. Claramente las mujeres no representaban al mundo.
«20 En verdad les digo, que llorarán y se lamentarán, pero el mundo se alegrará; ustedes estarán tristes, pero su tristeza se convertirá en alegría. 21 Cuando la mujer está para dar a luz, tiene aflicción, porque ha llegado su hora; pero cuando da a luz al niño, ya no se acuerda de la angustia, por la alegría de que un niño haya nacido en el mundo.» (Juan 16:20-21) Podemos sostener que sin sufrimiento no es posible apreciar la alegría de un nuevo comienzo. Pero ¿Qué tan necesario es padecer lo que padeció Jesús, para asegurar que estamos viviendo conforme a su palabra y enseñanzas? ¿Debemos padecer sufrimiento para alcanzar la salvación?. Lo cierto es que nunca podremos comprender las razones de la voluntad divina, aún cuando podamos, individualmente, encontrar siempre la mejor explicación que satisfaga nuestra manera particular de abrazar las creencias.
Agustín de Hipona explica el sufrimiento del justo, dividiendo el transcurso de la vida en dos partes, una presente, donde aceptamos la divina providencia con esperanza, en lamentos y gemidos, porque la promesa está hecha pero no se ha cumplido. Es el tiempo de prepararnos para el futuro prometido. ¿Cómo podríamos estar felices si la promesa no se ha cumplido? La segunda parte, el glorioso futuro, de ver cumplida la promesa, donde ya nos será imposible estar tristes, en la plenitud de compartir la presencia divina.
Para Juan, el evangelista, el mensaje de Jesús es un llamado a abandonar las malas conductas del mundo y es por esto que para él es consistente padecer persecución y sufrimientos. Un cristiano debe soportar la persecución del mundo y el sufrimiento al igual que la soportó Jesús.
«18 Si el mundo los odia, sepan que me ha odiado a mí antes que a ustedes. 19 Si ustedes fueran del mundo, el mundo amaría lo suyo; pero como no son del mundo, sino que yo los escogí de entre el mundo, por eso el mundo los odia.» (Juan 15:18-19)
Si dejamos de actuar como los que son del mundo, para comenzar a actuar como Jesús, es esperable padecer persecución y sufrimiento a consecuencia de la rivalidad que hay entre las conductas santas y las conductas promovidas por el mundo. Promover un nuevo sentido de acoger la vida, la verdadera forma para la que fuimos creados, no es posible de llevar a cabo, sin recibir el rechazo declarado del orden establecido por los hombres. Es el mismo Jesús, quien nos advierte de las consecuencias de seguirlo, en un mundo que se conduce en franca oposición a sus enseñanzas.
«11 Bienaventurados serán cuando los insulten y persigan, y digan todo género de mal contra ustedes falsamente, por causa de mí. 12 Regocíjense y alégrense, porque la recompensa de ustedes en los cielos es grande, porque así persiguieron a los profetas que fueron antes que ustedes.» (Mateo 5:11-12)
Los cristianos seguimos siendo el pueblo de Israel, una pequeña colectividad dispersa sometida a los vaivenes del poder del mundo. Seguimos siendo diáspora, entre los afanes torcidos del mundo, seguimos siendo figurativamente el remanente que anunciaba Miqueas (Miqueas 4:6-7). Seguimos siendo perseguidos, censurados por profesar la creencia de que Jesús es el mesías enviado por Dios.
Pedro no necesitó de justificaciones, para él, imitar rigurosamente al maestro, es razón suficiente para padecer gustoso el sufrimiento. Mejor aún sufrir, habiendo obrado en bondad. Padecer a imitación de Jesús es aproximarse a la imagen del maestro, que asegura participar de la gracia divina.
«20 Pues ¿qué mérito hay, si cuando ustedes pecan y son tratados con severidad lo soportan con paciencia? Pero si cuando hacen lo bueno sufren por ello y lo soportan con paciencia, esto halla gracia con Dios. 21 Porque para este propósito han sido llamados, pues también Cristo sufrió por ustedes, dejándoles ejemplo para que sigan sus pasos.» (1 Pedro 2:20-21)
También Pedro —o quizás Marcos su discípulo más cercano— es el principal defensor de compartir el sufrimiento de Jesús como una manera de expiar los pecados de la carne.
«1 Por tanto, puesto que Cristo ha padecido en la carne, ármense también ustedes con el mismo propósito, pues quien ha padecido en la carne ha terminado con el pecado.» (1 Pedro 4:1)
Compartir los padecimientos de Jesús, para Pedro, resulta ser una forma de prueba enviada por Dios para otorgar la gracia de la salvación.
«12 Amados, no se sorprendan del fuego de prueba que en medio de ustedes ha venido para probarlos, como si alguna cosa extraña les estuviera aconteciendo. 13 Antes bien, en la medida en que comparten los padecimientos de Cristo, regocíjense, para que también en la revelación de su gloria se regocijen con gran alegría.» (1 Pedro 4:13)
Y cuyo padecimiento, además, está en la voluntad de Dios.
«19 Así que los que sufren conforme a la voluntad de Dios, encomienden sus almas al fiel Creador, haciendo el bien.» (1 Pedro 4:19)
Sin embargo, para Ignacio de Antioquia, no pudiendo compatibilizar la imagen de un dios, en cuya voluntad descansa la bondad y en oposición también el sufrimiento del justo, acepta el sufrimiento, pero lo endosa al actuar del demonio.
«Vengan sobre mí el fuego, la cruz, manadas de fieras, desgarramientos, amputaciones, descoyuntamiento de huesos, seccionamiento de miembros, trituración de todo mi cuerpo, todos los crueles tormentos del demonio, con tal de que esto me sirva para alcanzar a Jesucristo.» (Ignacio de Antioquia)
Podemos sostener que la persecución y el sufrimiento recibido, es un signo más de que el mundo nos rechaza y una confirmación declarada de que estamos en el camino correcto. El sufrimiento justifica que nuestro actuar se aproxima estrechamente a las enseñanzas del maestro. Pero ¿Hasta qué grado se debe aceptar este sufrimiento?. Es de los escritos de Pedro y Juan, hombres sin instrucción, desde donde se fundamentan las bases del martirio como medio rápido para alcanzar la salvación.
«13 Al ver la confianza de Pedro y de Juan, y dándose cuenta de que eran hombres sin letras y sin preparación, se maravillaban, y reconocían que ellos habían estado con Jesús.» (Hechos 4:13)
Es razonable sostener —luego de leer el texto anterior— que tanto los escritos de Pedro y Juan, están maravillosamente plasmados de la revelación divina que solo proviene del Espíritu Santo. Sin embargo, a veces el hombre, comete el error de valorar mucho más la entrega temprana a la muerte, que una anónima y larga vida de servicio en nuestros hermanos al Señor. Incluso al grado de buscar la muerte irresponsablemente, por sobre la disposición a cumplir la voluntad del Señor como servidor longevo y fiel, tal como lo aceptó Juan.
¿Quienes somos nosotros para interpretar la voluntad del Señor? ¿Y quiénes somos nosotros para cuestionar a quiénes sostienen haberla recibido?
Ambrosio de Milán escribió:
« ¿Qué hombre puede haber ya, cuya sangre sea idónea para su propio rescate, después que Cristo ha derramado la suya propia por el rescate de todos? ¿Hay alguien cuya sangre pueda compararse a la de Cristo? ¿O es que hay algún hombre capaz de ofrecer por sí mismo una satisfacción superior a la que ofreció Cristo en su persona, siendo así que él solo reconcilió al mundo con Dios por su sangre? ¿Qué víctima puede haber mayor? ¿O qué sacrificio más excelente?
Lo que se exige, pues, no es la satisfacción o el rescate que pudiera ofrecer cada uno, ya que la sangre de Cristo es el precio de todos, pues con ella nos rescató el Señor Jesús, reconciliándonos él solo con el Padre.» (Ambrosio)
Pablo el apóstol, letrado y entendido en las escrituras, se sentía parte importante de la nación israelita, nación escogida por Dios mismo. Contaba, además, con el reconocimiento del mundo, en su calidad de ciudadano romano. Este estatus privilegiado le brindaba, bajo su creencia, el derecho de supremacía sobre cualquier otro pueblo o creencia religiosa. Era imposible para él, aceptar que el Dios verdadero, guerrero fuerte, se hubiese manifestado a los débiles, a los desamparados, con un Mesías que había terminado vergonzosamente crucificado junto a dos ladrones.
Es así como Pablo, el severo represor de los deseos de la carne, obra en contra —en una primera instancia— de lo que a él mismo le inquietaba, motivado por ayudar a otros en su propia lucha para someter su naturaleza y con ello su voluntad a la voluntad del Dios de Israel. Nos resulta imposible no ser autorreferentes, cuando se trata de dejar un mensaje a otros, que creemos de primordial importancia. ¿Qué tanto del mensaje de Pablo es del hombre y qué tanto es de la revelación divina?
Pablo hace un llamado, que puede parecer a simple vista, un llamado a martirizarse, sin embargo, en sus escritos hay un mensaje transversal que insta a colocar las aspiraciones del alma por sobre los deseos de la carne.
«1 Por tanto, hermanos, les ruego por las misericordias de Dios que presenten sus cuerpos como sacrificio vivo y santo, aceptable a Dios, que es el culto racional de ustedes. 2 Y no se adapten a este mundo, sino transfórmense mediante la renovación de su mente, para que verifiquen cuál es la voluntad de Dios: lo que es bueno y aceptable y perfecto.» (Romanos 12:1-2)
Este llamado, a presentar nuestros cuerpos como sacrificio vivo y santo, aduce a la práctica habitual del ayuno y a reprimir todos los instintos de la carne, de modo que nuestra mente, donde se encuentra el alma, alcance lo bueno, lo aceptable y lo perfecto. Pablo comparte el mensaje: a no vivir como lo hace el mundo, tal como lo predica Juan.
«24 Ahora me alegro de mis sufrimientos por ustedes, y en mi carne, completando lo que falta de las aflicciones de Cristo, hago mi parte por su cuerpo, que es la iglesia.» (Colosenses 1:24)
Pablo confiesa, que luego de haber padecido, en su propia debilidad, comprende el valor del sacrificio por otros, y lo conecta maravillosamente con el cuerpo de Cristo resucitado, que para él, es figura de su iglesia naciente. Una mirada del sufrimiento que sintoniza perfectamente con la figura, comunicada por Juan, en boca de Jesús, de este recién nacido: su iglesia santa, que nos llenará de alegrías y dejará atrás el sufrimiento de su pasión. (Juan 16: 20-21)
Complementa, eso sí el padecimiento, con el consuelo que proviene de Cristo, también como gracia divina desde nuestro amoroso Padre.
«5 Porque así como los sufrimientos de Cristo son nuestros en abundancia, así también abunda nuestro consuelo por medio de Cristo. 6 Pero si somos atribulados, es para el consuelo y salvación de ustedes; o si somos consolados, es para consuelo de ustedes, que obra al soportar las mismas aflicciones que nosotros también sufrimos. 7 Y nuestra esperanza respecto de ustedes está firmemente establecida, sabiendo que como son copartícipes de los sufrimientos, así también lo son de la consolación.» (2 Corinto 1:5-7)
No se debe desear el sufrimiento por el sufrimiento. El sufrimiento del hombre, en lo personal, no está en la voluntad del Padre como medio para alcanzar la salvación. Solo es necesario abrazar el sufrimiento cuando el consuelo es la salvación de otros, nunca la salvación individual. Pero, a fin de cuentas, estas son solo las creencias de alguien más.
Construiremos un relato consistente con los antecedentes que nos permitan alcanzar la seguridad en nuestras creencias. Y es en la imposibilidad de conocer el verdadero sentido de la existencia, dónde nos perdimos para confundir los medios con el fin último de los acontecimientos. Esto nos hace considerar el padecer sufrimiento, como una manera de llegar a ser dignos de la misericordia divina, cuando no nos sentimos meritorios de un justo juicio por nuestros actos. No sabemos, de manera definitiva, que nos depara el final de la existencia terrenal, y si nuestras obras o el sufrimiento padecido, en el mejor de los casos, será justificación suficiente para nuestra salvación. |