Me contó que hacía unas semanas se había roto la mampara de la ducha. Alguien había venido a recoger los cristales, pero me dijo que se le había quedado uno clavado en el pie, uno muy pequeñito. El médico del hospital tenía miedo de sacárselo. Está demasiado profundo, le dijo. Te haré daño si lo intento. ¡Venga, corta, perfora, sin miedo!, le dijo ella. ¡Sácalo de allí! Se reía descontroladamente mientras lo contaba, siempre lo hacía cuando algo le parecía muy gracioso. A mí se me hacía muy extraño. Elsa sentía que todavía tenía un trocito de cristal en el pie, una esquirla minúscula que se le había quedado dentro, aún después de la visita al médico. No hacía más que hurgar en la herida para intentar sacársela. Notaba algo, aunque no lo viera. Cuando le examiné el pie, vi una heridita con un coágulo. Al tocarla podía darte la sensación de que había algo, pero no podía saberlo con seguridad. Después de tanto rascarse era lógico que le doliera como si tuviera un cristal dentro. Ella quería que escarbara en el agujero con unas pinzas o unas tijeras para sacarle una esquirla que no sabíamos si existía. Lo único que haré será abrirte más la herida, le dije. Vete al médico. Pero a ella le daba vergüenza ir dos veces al médico por lo mismo. No la creería, la creería loca. Pero seguía sintiéndolo, aunque no lo viera. Cuando estas ciega no ves los trozos de cristal en el suelo. Se rompió la mampara del baño y a veces siento que tengo un trocito clavado en el pie y cuanto más lo toco, más lo siento. Pero yo creo que es solo una herida, una herida que tú misma te has hecho. O a lo mejor sí que hay un cristal, no lo sé. Podríamos haber pasado el resto del día atrapados en aquel bucle, pero nos esperaban en un taller de danza. Salí de la habitación para darme una ducha. Luego me aseguré de dejar el champú y el jabón justo donde los había encontrado, para que mi presencia no la confundiera. Espero que tampoco mi ausencia. |