Don Miguel Marciel Montes y Castro nunca bebió una gota de alcohol. Prefería un buen café negro para charlar o un vaso de agua mineral con gas acompañado de una rajita de limón mientras sus amigos disfrutaban de un buen trago de vino tinto. A Don Miguel siempre le gustó agasajar a sus amigos en la gran cantidad de fiestas que organizó en su villa, por eso un día tuvo una magnífica idea para perpetuar su imagen de legendario anfitrión. Compró los mejores vinos y los almacenó en un cuarto especial que había ordenado construir en su sótano. Quería que en su funeral sus dolientes amigos lo recordarán con un buen brindis. Los años pasaron. Un día Don Miguel Marciel Montes y Castro murió de manera repentina en su cama. La funeraria se encargó de preparar el velatorio según las reglas convenidas con el ya fallecido.
En el centro de la sala de velación estaba expuesto el elegante ataúd de fina caoba. Cuatro enormes cirios centelleaban su opaca luz sobre el pálido rostro del difunto. En el sótano de Don Miguel yacían las añejas botellas de vino que los organizadores de la funeraria no sacaron como había sido estipulado: nadie se presentó para levantar una copa a la salud de tan generoso amigo.
Texto agregado el 29-07-2021, y leído por 249
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