Y entonces abrió el bolso y ¡track! apareció un bastón de ciego, como una espada de Star Wars que agitaba de un lado a otro mientras se abría paso entre la multitud para luego adentrarse en los túneles. Yo la seguía agarrado del brazo más perdido que una rata. Por si no ha quedado claro, aquí el lazarillo era ella. Porque ella sabía muy bien a dónde iba.
Se movía con sorprendente destreza por el entramado subterráneo agitando el bastón, como un rayo láser, como una katana; sabiendo qué dirección tomar, en qué esquina girar, qué tren coger; arrastrando tras de sí a un hombre lleno de dudas, pero ella sabía muy bien a donde iba.
El metro de París hay ratas, tubos de neón parpadeantes, instrucciones demasiado largas para leerlas enteras, músicos con instrumentos de mentira, oficinistas que no se acuerdan de sus nombres. Yo no podría vivir en un apartamento de 12 metros cuadrados, viajar por el subsuelo agotador sin extraviar el alma en la primera estación de paso; pero eso no le pasaba a Elsa, porque ella sabía muy bien a dónde iba.
Nuestra historia empezó en un lejano festival de danza, una tarde que me invitó a la piscina para mostrarme sus movimientos de contact bajo el agua, cuando el resto del grupo bailaba en otra sala. Y yo pensaba en lo inocente de la invitación, viendo como la línea de luz subía lentamente por su cuerpo, su escote sinuoso brotando a la superficie, sus caderas brillantes emergiendo del agua como un delfín sublime.
Podríamos haber simulado interés por nuestras vidas triviales, en las largas conversaciones de Skype, pero ambos queríamos volver a ese lugar donde sentimos miedo, peligro, vida y belleza, igual que ahora cuando la seguía a ciegas por el subsuelo, hacia un destino desconocido, aunque ella sabía muy bien a dónde iba.
Apenas unas pocas paradas en la última línea, mientras le acariciaba la mano en aquel vagón lleno de gente absorta en las pantallas de sus móviles y una sensación de haber perdido el norte, quizás solo en mí y no en ella, porque ella sabía muy bien a dónde iba.
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