Amontonados en el vagón como las bolas de una máquina de caramelos, los pasajeros esperan impacientes los últimos segundos antes de la apertura de las puertas. Aliento en el cogote; la pierna encajonada contra un carrito donde un bebé mira con ojos de animal asustado; su hermano salta alrededor como un mono enjaulado; su madre es una zorra estresada, cargada de maletas, la cola asomando por la apertura de la gabardina, se vuelve hacia mí y, apuntándome con su hocico, me dice: ¿tú qué coño estás mirando?
Las puertas del vagón se abren y salimos propulsados como el muñeco con muelle de una caja de sorpresas.
Estampida de animales por el estrecho andén. Las bestias que pasan por mi lado son más sofisticadas que yo, caminan con un propósito claro –qué esperabas, estás en París. Tú eres un lobo andrajoso de pelaje gris, saltaste al tren después de tu jornada laboral, aún llevas la americana del trabajo–. La espantada de pezuñas, el runrún de las maletas, la afonía silbante de la megafonía, los trenes vibrando, con ese sentimiento de tensión creciente, de despegue inminente, de cohetes a punto de estallar.
Allí estaba, al principio del andén, enfundada en su abrigo gris, con una bufanda de lana roja, una pequeña mapache solitaria, valiente, empoderada, mirando al frente, como si ella sola pudiera encontrarme.
Me planté frente a ella y le dije: «Hola, Elsa. Ya estoy aquí». En sus labios floreció una sonrisa.
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