- Tengo miles de libros - me dijo.
Yo lo miraba. Sobre la pared, a un costado, un cuadro de Cortázar y otro de Borges. En otro cuadrito más austero la nota de un diario donde Borges confesaba haber publicado a un novel Cortázar.
- Nunca pierda el amor por la literatura - me dijo.
Yo era adolescente, vestía zapatillas de lona coloradas, jeans rotos en las rodillas, campera también de jean con un botón con la cara de Hemingway y otro con la de Maradona. Torbellino, maremoto, tsunami japonés; tifón caribeño, tormenta de polvo en el desierto; así sentía mi cabeza. Cincuenta pastillas, rivotril, cincuenta. Todas por mi garganta y ahora estaba sentado frente a ese tipo porque obviamente la muerte se había quedado corta en la dosis.
-Mire, le voy a decir un secreto - me dijo. - Esto es entre usted y yo porque tampoco voy a revelarle mis secretos a cualquiera.
Me quiere hacer sentir especial, pensé.
- Si alguna vez quiere saber algo de Borges… - me dijo.
Voy a dejarlo, me dije. Voy a entrar en el juego. ¿Por qué carajos hace esto? ¿Por qué quiere rescatar a un loco suicida, un pendejo rebelde que no tiene nada para hacer? Un taradito mental que anda desquiciado por la vida. ¿Por qué carajos no se va a su casa a tomar vino y leer a Borges? Pero no, el tipo estaba ahí, por vocación, o por la guita; sentí que era por vocación. Estaba tratando de hacerme sentir especial.
Entonces me puse a pensar que cuando yo era chiquito iba al jardín de infantes y lloraba. No me quería quedar solo. Extrañaba a mi mamá. Pasaron un par de años. Una vez, una maestra, en un jardín pintado de azul y lunares blancos me dijo: si te quedás esta casita va a ser tuya. Una casita de madera en medio del patio. Una casita mía a los cinco años. Me hizo sentir especial. Nunca pierda el amor, por la literatura, tengo miles de libros en mi casa. Ahora veinte años más tarde este tipo estaba haciendo lo mismo.
- Mire, si alguna vez quiere tener certezas sobre la vida de Borges,
esto no se lo digo a cualquiera, algo entre usted y yo. La mejor biografía es la de Emir Rodriguez Monegal. Anótelo. Yo después se la presto.
-¡No se va a matar por una cosa estúpida! - me dijo.
Estúpidos. La gente es estúpida. Las cosas que dicen. Lo que se oye en la calle. Detrás de las paredes. Estúpido el trabajo, la universidad. Estúpidas las pretensiones burguesas. Estúpido ser piola. Estúpido el amor. Estúpidas las mujeres. Estúpidos los amigos. Las demandas de la familia. Huracán de estupideces. ¿Querés satisfacer a quién? ¿Hacer feliz a quién? Cada uno anda enroscado en sus propias estupideces y el resto es en vano.
Que simple. Es verdad, pensé.
Respiré hondo.
Que me importara todo un cuerno.
Por ahí venía la mano.
-Yo también quería ser escritor- me dijo.
Se puso de pie. Caminó lento hasta la ventana. Miró hacia afuera. Desde donde yo estaba sentado también podía observar el exterior. Pasaban algunos autos. Alguien caminando. Me prendí un pucho. Él se dio vuelta.
-¿Le sobra uno?- me preguntó.
Me puse de pie y le alcancé el paquete. Le ofrecí fuego y encendió su cigarrillo. Nos quedamos parados, uno al lado del otro. Él vestía traje gris, camisa blanca, corbata con líneas azules. Yo usaba zapatillas rojas, jeans abiertos en las rodillas. Un pucho en cada mano, la mía, la de él. Su traje gris serio.
Yo quería que el mundo fuera otro, quería escribir y nada más, quería ser escritor. Yo también quería ser escritor, me había dicho él.
-Pero ahora estaría muerto de hambre - dijo.
Y claro, le ganó el adulto, el pretencioso, el cómodo, el burgués, el autito cero kilómetro, la casa propia, el viaje a Europa, pero nunca iba a ser escritor, eso pensé. La ventana, los dos mirando a través de esa ventana. Al otro lado de la calle, en la plaza, un chico jugaba con un triciclo, iba y venía describiendo ochos sobre la vereda. Los piecitos en los pedales a toda velocidad. Eso mirábamos. Él y yo. Él con su traje gris, yo con mis zapatillas rojas. Ganas de abrazarlo. Gracias, decirle gracias.
-Un tipo como usted le vendría bien a la literatura - me dijo.
La bandera sueca a mis espaldas. El nuevo Nobel de la literatura mundial. Yo. Yo. ¿Quién? Yo. Dame unos años. Un tipo como usted le vendría bien a la literatura. Siempre me había gustado Suecia, y dicen que es rico el café y las tortas allá en Suecia. Ganar el Nobel. O el Cervantes. ¿Quién? Yo. Usted. Yo también había querido ser escritor, me había dicho. Y si lo hago yo, pensé, y si el camino lo hago yo, usted se acobardó a la mitad, pero si yo llego. No dudo de que llegará, no lo dudo. Y escribo hasta enfermarme, hasta morirme, me mato con palabras.
- Déjese de estupideces con el suicidio. ¿A qué está jugando? ¿A quién
quiere hacer fracasar? – me preguntó. - Está bien, le acepto que a veces la vida se pone dura.
Dura.
Los dos mirando por esa ventana a ese chico jugar con el triciclo. No lo abracé. Fui hasta la biblioteca, saqué un libro, Pizarnik.
-Es horrible Pizarnik - me dijo.
-¿Por qué lo tiene acá entonces?
Se encogió de hombros.
- Al final, como decía Borges, las mejores películas son las de Cow
Boys - dijo. - Pizarnik, es suicida y triste. Y eso no hay que hacer, lo que hay que hacer es matar a los otros, no como Pizarnik, sino como los cow boys que matan a los otros.
- Déjese de estupideces con el tema del suicidio - me dijo.
Un tipo como usted le vendría bien a la literatura.
Yo también había querido ser escritor.
En la zapatilla roja hay un poema enroscado, como un papiro de amores perdidos, y a la zapatilla se la lleva la corriente del río. ¿Quién era ese? ¿Quién cometió el primer error?¿Adónde lleva el juego de la muerte? ¿Y si al fin y al cabo? Escribir.
Nos sentamos.
Frente a frente.
Sólo nos faltaba el ajedrez de por medio.
O el café.
- Estoy loco, eso es lo que pasa - le dije.
- Mire, la primer locura es creerse loco - me contestó. - Usted no está
loco. ¿Quién está loco? Míreme a mí, son las cinco de la tarde y hablando con usted, me la paso hablando con gente que tiene problemas en la vida. ¿Sabe lo que hacía antes de dedicarme a esto? Trabajaba en la guardia de un hospital, los viernes a la noche. A partir de las tres de la mañana hasta las siete y media, caían heridos de balas, accidentados, apuñalados, y yo chapoteando en la sangre para ver si salvaba alguna vida. ¿Qué tiene de cuerdo eso? ¿No es una locura?
- Póngase a escribir - me dijo. - La vida no es para tanto. Hay que
hacer las cosas mal, cada tanto hacer las cosas mal, ahí está el placer de la vida.
-¿Sabe por qué se mató Hemingway? - me preguntó.
Me quedé en silencio, tenía una idea pero no sabía a ciencia cierta.
- Se mató porque se pasó de rosca. Estaba obsesionado con la palabra
perfecta. Y solitario, aislado. En sus entrevistas se puede ver eso. Y el whisky, el silencio de las tardes frente al papel en blanco, la tormenta sobre la montaña, los pájaros negros en una cabeza a punto de reventar. No se puede vivir así. Eso de enfermarse por escribir. Esa no es la idea tampoco. Hemingway. El nobel. El mejor escritor del mundo. ¿Qué más podía esperar de la vida un tipo así? Solo le quedaba pegarse un tiro.
Las pequeñas grandes cosas.
- Mi hija me dice: papá, la vida está en las pequeñas grandes cosas –
me contó. - El girar de un trompo sobre los mosaicos junto a las rodillas tiernas de mi hija. Y que todo lo otro, el mundo, las estupideces del mundo se vayan a la mierda. ¿Entiende? ¿Puede ver girar el trompo?
Póngase a escribir y cuando la cabeza le reviente llame a sus amigos
y hágase un buen asado.
Pude ver un heladero a través de la ventana. Se detuvo contra la reja. Contaba dinero, billetes, pasó los billetes. Uno, dos, tres, diez, treinta. Ni idea cuántos billetes contó, pero ahí los tenía en la mano. Con la mano acomodó los helados y se fue. Desapareció. Tuve ganas de salir. Pedirle dos helados. Entrar. Darle uno a él y otro para mí y comer. Como antes con los puchos. Uno para cada uno. Y la muralla de libros ahí detrás. Y Borges y Cortázar mirándonos desde la pared.
Cuando yo me fuera él se quedaría pensando que yo después de atravesar esa puerta caminaría por la vereda, llegaría al kiosco de la estación de servicio y compraría un chocolate. La calle. La otra esquina. El puesto de revistas. Un libro. Por quien doblan las campanas, de Hemingway. Esperaría a que el vendedor se distrajera y me robaría el libro, sí, me lo robaría disfrutando plenamente del placer de robarlo. Después me sentaría en un bar y mientras estaría leyendo Por quien doblan las campanas algo se me ocurriría. Y ya no pensaría en las pastillas, en las estupideces de la vida, en la implacable realidad de la que a veces se necesita escapar. Me sentaría a escribir. Y escribiría. Ya no te esperaré en la plaza, sentado, frente al mástil porque tu sonrisa nunca va a venir. Un avión vuela bien alto, alguna vez quise volar más alto que el avión, pero ya no, que vuele, si eso lo hace feliz que vuele. Escribiría tantas cosas. Miro al mozo. Lo veo deambular entre las mesas. Le hago una seña para llamarlo. Una café en jarrita, eso le pido, y cuando se retira escribo. Puedo escuchar, a pesar de las palabras que salen de mi lápiz. Puedo escuchar el tintinear de los vasos mientras son lavados más allá de la barra, puedo escuchar el murmullo de la gente hablando, a veces distingo una palabra suelta y perdida. La puerta se abre, la voz del mozo, ¡dos cortados mesa cuatro! Puedo percibir mi respiración, el aire entrando y saliendo. Miro hacia afuera a través de la ventana y dos adolescentes caminan de la mano por la vereda de enfrente. Ella le dice algo al oído a él. Escucho su voz, puedo escuchar la voz de ella, y siento una tranquilidad inmensa, una paz que me alivia y me salva. Apoyo mis brazos sobre la mesa y sobre mis brazos mi cabeza. Así me quedo. El bar girando, caótico y espectacular y yo ahí, apoyado en mis propios brazos escuchando el eco de la voz de esa chica. El mozo tendrá que arrancarme de mi sueño, cuando llegue, cuando traiga en su bandeja plateada el café en jarrita.
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