TRAYECTO.
El corredor de aquella mansión se prolonga en demasía y uno podría jurar que al final de él sólo existe un ángulo que encierra cualquier perspectiva, una simple partícula inconducente y engañosa que hasta permite dudar del concepto que manejamos sobre la tridimensionalidad. Pero el asunto es internarse entre esas paredes angostas que sustentan innumerables retratos. Es una diversidad de personajes, jóvenes al principio y creciendo en edad a medida que uno se interna. La penumbra se intensifica y los rostros van perdiendo lozanía. Cuando uno cree que resta poco para llegar a destino, el carcamal de una de esa interminable serie de retratos pareciera estar tendido en un camastro. Después, sólo sombras acompañan nuestros pasos y uno constata que no se ha internado en un corredor sino en una instancia galopante de eventos que se van desarrollando y apagándose a cada paso. Y se puede intuir, o aventurar y en ambos casos el horror se consolida en el cuerpo trémulo y cosquillea la dermis. Acaso lo imposible, lo que aniquila nuestras ecuaciones, existe… y fenece en dicho ángulo.

SUEÑO.
La madre de uno, la de cualquiera, pero la mía en este instante, es el idéntico retrato estampado a fuego en mi mente. Es su voz suave como un mantra que se disipa en la atmósfera tenue de la tarde noche. Uno no sabe si está soñando en ese instante tan nítido o si esta es la realidad, bebida a sorbos entre ronquidos y sombras. La situación es difusa, los escenarios son imprecisos y ni siquiera su rostro podría jurar que es el suyo, pero la sé, la presiento, rescatada de algún día cualquiera. Ella podría expresar una terrible sentencia pero su voz, esa voz, la dulcificaría. Y se aproxima y trepa a uno de esos muebles extraños que sólo existen acá. Acudo a sostener sus ímpetus y la sostengo entre mis brazos. Su peso es insustancial, tal si me hubiese aferrado a una quimera (que lo es), y esa madre ahora, flota entre mi precario razonamiento. Alguien que sepa interpretar los sueños podría explicarme mejor los alcances de esta ensoñación con mi madre muerta.

VOCES EN LA NOCHE.
Los vecinos conversan a grandes voces en esta noche invernal. Prefieren hacerlo en las afueras y han armado una carpa en pleno patio para protegerse de las inclemencias. Un fogón debe ser testigo de sus disidencias y acuerdos, de sus brindis y risotadas. Sea el cálido verano y el invierno gélido, están allí, riendo a carcajadas, quizás, imponiéndose un vozarrón sobre otro, o un coro desafinado que mezcla sus disputas en un solo carril sonoro. El silencio es un bien muy preciado en este barrio y sólo los ladridos y uno que otro motor disipándose tímido en el silencio, son las notas discordantes. O eran, hasta la aparición de estos personajes de modales toscos, de risotada fácil, acaso provenientes del sur, acostumbrados quizás a la vastedad del paisaje y en donde el grito es el recurso más recurrente para comunicarse.
Sea como sea y de donde ellos provengan, desentonan en el entorno y pareciera no importarles en lo más mínimo.
Una de estas noches, cuando la tremolina impedía conciliar el sueño, fastidiado por tanta irreverencia, salí al patio y les grité para que morigeraran sus voces. Nada ocurrió y las discusiones y las risotadas prosiguieron. Fue demasiado, traje la escalera y trepé furioso. Un latigazo gélido me recorrió la espalda: una oscuridad solemne reinaba en ese espacio. Descendí el par de peldaños con la sensación patente de haberme asomado a una fosa.
Anoche, los gritos y discusiones prosiguieron. Quizás todo ello no sea real y sólo ocurra en esta conciencia mía, dominada por alguna situación oculta. Preferí voltearme en mi lecho y tratar de conciliar el sueño en medio de culposos sobresaltos.