En los últimos susurros de vida, le prestamos oído atento al patriarca. Es corriente que se les diga a los deudos que se les quiere y a quién hay que matar. Es la costumbre de aquella patria. Cada muerto arrastra a otro, en práctica eugenésica- en el fondo. Una especie de selección natural, por la que cada difunto elige a otro para que le siga en tal camino y le de compañía. Pero al nuestro le faltó decir el nombre y no hubo manera- los sobrinos- de dilucidar de quién se trataba. Toda persona nace con un enemigo a cuestas, por lo menos por esta tierra. Una especie de horma que hace que uno de los dos sobre. Cuando desaparece hay que acabar con la horma. Para que no se siga haciendo más gente de tal calaña. Pero nuestro tío Tomás murió con el secreto, por faltarle fuelle para pronunciarlo. Y es que, era cierto, fumaba. Tampoco la íbamos a emprender con toda la población- que, también por cierto, andaba soliviantada. Hicimos un repaso de su vida y llegamos a la conclusión de que o nuestro tío había nacido sin horma o que le había precedido en su despedida. Pero había que matar a alguien. Por aquellos tiempos no había más ley que esta.
- Ármate Argimiro, que esta noche venimos a por ti- le dijo el mayor de los nuestros.
El hombre no daba crédito. Llegó a su casa asustado, pero en lugar de armarse, hizo la valija. Y no se supo más de él. Ya en la senectud, apareció por el pueblo, pero entonces no quedaban ganas de matar a nadie. El vino nos lo había borrado de la memoria. Pero siempre hay alguien que aguza más que otros. Y todavía quedaban de los nuestros. Diseminados por el mundo, los sobrinos de Tomás habíamos olvidado el encargo.
- Vengo a que me deis muerte.
- No esté de guasa viejo- dijo Tomás( el que llevaba el nombre del tío).
- Soy Argimiro Ayuso y vengo armado a que cumpláis vuestra promesa de hace cuarenta años.
Pero los tiempos cambian y ya se había perdido la costumbre. Por él supimos de la injusticia que hubiéramos cometido, pues al parecer era el único amigo sincero de nuestro tío.