Entró al bar y tomó asiento frente a la barra. Se encontraba desesperado, deshecho. Ligia estaba muerta y él, todavía no lograba asimilar tan duro golpe. Le dolía no haber hecho nada por salvar a la mujer de su vida; si se lo hubiera propuesto quizás ella aún viviera.
Pidió ron, como los viejos piratas de “La isla del Tesoro”. ¿Por qué su vida no transcurría en un libro como el de Stevenson?, lleno de aventuras, tesoros y quizás de mujeres bonitas que le ayudaran a mitigar aquel dolor lacerante que representaba la muerte de Ligia.
Permaneció largo tiempo bebiendo. Cuando se dio cuenta, empezaba a oscurecer. No recordaba la cantidad de ron ingerida, pero comprendió que no era suficiente para hacerle olvidar su pena. Entonces lloró, lloró amargamente, porque a partir de ahora no tendría ya con quién compartir todo aquello que noche tras noche vivía con Ligia. Su presencia, las confidencias, su amor.
- Debe de ser una pena terrible la que lo aqueja para verse obligado a beber así, - le dijo el cantinero.
- La mujer que amo está muerta, - alcanzó a responder. Y siguió bebiendo.
Más por intuición que por estar consciente, emprendió el camino de regreso a casa. Abrir la puerta del departamento y sentir la ausencia de Ligia, fue un relámpago que le laceró el corazón. Llegó hasta el teléfono y marcó.
- ¿Raúl?... Ligia está muerta. No fui yo quien disparó el arma, pero da lo mismo; soy tan culpable como el desgraciado de Pablo, por haberle permitido que lo hiciera... Sí, estoy borracho, ¿y qué?... ¿acaso no bien lo merece ella?... Terminé de escribir la novela a media tarde, el archivo completo te lo envío mañana a tu correo para que lo revises. Ahora déjame olvidar esa última y maldita página escrita, donde fui incapaz de salvar a Ligia o siquiera de cerrarle los ojos.