Locuras juveniles. Algún día de aquellos años nítidos, imaginé que la distancia era un engaño, un curso que se cubría más con los recursos de la magia que sobre sólidas ruedas. Y me encaminé por la carretera, ansioso de aventuras, deseoso de batir marcas y desafiar a ese sol veraniego que se estampaba fiero en la piel. La osadía no era menor: cubrir paso a paso los cientos de kilómetros que separaban Santiago de Zapallar, un balneario ubicado en la región de Valparaíso. Por supuesto que ese sueño se trizó sobre el pavimento ardiente, yo acezando, sediento y contemplando como la ruta se alternaba entre paredes de rocas y sembradíos verdes presumiendo de un hálito de eternidad en su vasta extensión. La tarde alargaba ya mi desmedrada figura y quiso la suerte que el chofer de un bus que viajaba a Viña se ofreciera a llevarme. Creo haberme quedado dormido aferrado a una barra y sólo recuperé la noción cuando el bus arribó a la Ciudad Jardín. La noche se había deslizado entretanto como un manto oscuro plagado de estrellas azules. O así las percibí en esta realidad que se confundía con los rezagos de mi somnolencia. Agradecí a ese hombre por su enorme gesto y me dirigí con paso irresoluto por esas veredas repletas de veraneantes. En algún momento me derrumbé sobre el banco de una plaza y continúe dormitando. Era una época en que estas situaciones adquirían sustento sin que algún rapaz apareciera entre el follaje para deslumbrarnos con el brillo de algún puñal y obligarnos a realizar un traspaso de pertenencias. En dos años más, Allende lograría por fin la tan anhelada presidencia. Porfía vernacular que más bien parecía un designio. Su vida no transitaría más allá de ese anhelo, truncada por una diversidad de factores que aún son motivo de discusión. Entretanto, yo dormitaba, recuperando las fuerzas y el ánimo. En ese instante era un vagabundo macilento atisbando alguna ruta que me aproximara a ese destino que parecía fugarse a cada instante. Elegí la costanera que se extendía a la vera del bronco océano, invisible en la oscuridad y aterrador en su inmensidad. Caminé contemplando los diamantinos astros, titilantes y multiplicándose en esa penumbra de faroles y sombras.
La mañana me sorprendió caminando ya por inercia. Ignoraba el lugar que iba dejando atrás y sólo avanzaba con esa porfía ciega del que no quiere cejar en su empeño. En aquellos años no existían los celulares que hoy nos otorgan comunicación y ubicación inmediata. Los teléfonos recién se comenzaban a popularizar y ello permitía que la existencia transcurriera libre de sobresaltos, ajena a los servicios de mensajería y aplicaciones varias que lo sitúan a uno en un plano concreto y visual, consintiendo sí su utilidad para nuestro propio resguardo. Mi madre se habría espantado si siquiera hubiese tenido una minúscula noción de lo que yo estaba afrontando.
Creo haber avanzado un par de kilómetros, sediento y con mis tripas en concierto cuando un camión que llevaba varios trabajadores se detuvo y me invitó a subir. Algo en mí parecía atraer esa conmiseración de los choferes. Todavía les agradezco ese gesto bondadoso. El viaje impidió cualquier pestañeo, entre saltos y risotadas de los trabajadores.
Esa tarde, aparecí en la casa que me esperaba un día antes. Mi chasca aterró a la tía y a mi primo y a todos los circunstantes. No sólo esas crenchas irresolutas fueron motivo de sorpresa sino también mi sorprendente rostro aceitunado, considerando que mi piel era varios tonos más claros. Abrazos, bromas y una opípara comida rubricaron esta descabellada experiencia.
Valió la pena. Las vacaciones fueron estupendas, los días transcurrieron soleados y despaciosos e incluso una noche, concurrimos al cine, una sala modesta en la que el que nos vendió los boletos, después nos los recibió en la taquilla y no me cabe la menor duda que fue también el que proyectó la película: Giuletta de los espíritus de Federico Fellini, deslumbrante y misteriosa como esos caminos que uno a veces intenta recorrer sin mensurar peligros ni distancias.
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