Otro texto de hace algunos ayeres.
Después de aquel sueño recurrente con tintes de pesadilla, despertabas sudoroso y angustiado. Día tras día durante casi un mes, el mismo sueño te había apesadumbrado todas las noches. No es que lo soñado fuera precisamente una pesadilla, sino que con él, la sólida estructura de tus creencias se desmoronaba penosamente. Te gustaba dar y compartir con la gente, ser cálido y amoroso con las personas, ayudarlas en sus pesares, en sus necesidades, sin pedir nada a cambio. La paz interior que experimentabas con ello, te hacía sentir seguro y fuerte espiritualmente. Y ahora venía este sueño para derrumbarlo todo y demostrarte lo frágil, lo falaz de tus virtudes; porque cada noche soñabas con una mujer, la misma mujer, joven, bonita, de labios carnosos y tentadores, que nomás mirarlos se te antojaba morderlos suavemente para degustar su textura, su sabor de néctar maravilloso y prohibido; su cabello largo, negro, se deslizaba por sus hombros, sedoso y perfumado; los ojos de noche, eran dos luceros brillantes, serenos, que al mirarte, te desnudaban el alma; el rostro de rasgos finos, agraciados, le concedía una belleza especial, plena de una sensualidad profunda, lúdica. Desde la primera noche que la soñaste, deseaste poseerla.
Sufrías por soñarla. No podías permitirte esos juegos eróticos, donde esa mujer tan bonita se acercaba a ti con su mejor sonrisa en los labios, te besaba profundamente en la boca, una y otra vez, buscando con avidez, con deseo mal contenido tu cuerpo ansioso de su piel, de su contacto. Era un martirio delicioso soñar con ella.
Una noche de tantas dentro de tu sueño, mientras hacías el amor con ella, quisiste saber su nombre. Cuando le preguntaste, ella guardó un silencio empecinado y no quiso contestarte. Estabas enamorado de ella y ni siquiera sabías cómo se llamaba.
Intentaste deshacerte de tu sueño tomando infusiones, meditando, realizando ejercicio físico, orando. Todo fue inútil, el sueño persistía. ¿Quién era esa mujer tan deseable con la que soñabas y hacías el amor cada noche?; porque ahora llevabas grabado en tu piel, el olor de su piel morena clara.
Decidiste dejar de luchar y entregarte a la pasión y el arrebato de aquel sueño que te desgastaba y te dejaba agotado.
Fue una mañana llena de sol, en la cima de una colina, mientras hablabas pausadamente y mirabas a la gente que te rodeaba, que la viste realmente, era ella; ahí estaba, entre muchas otras mujeres, escuchando tus palabras, atenta a todo lo que decías. Sentiste una emoción profunda al verla, tan joven, tan bonita como se miraba en tus sueños. Más tarde, como tantos otros, sin pronunciar palabra alguna se acercó a ti y te besó las manos. Tomando las de ella entre las tuyas, la levantaste con suavidad, con ternura, y mirándola a los ojos le preguntaste su nombre. Así, por primera vez, escuchaste verdaderamente su voz cristalina y dulce: “María-, dijo- María de Magdala”.
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