He dormido, estrellado, azul, almado,
bajo la tenebrosa luz sombría de la luna.
El tiempo, artificioso, color campana y de pautados sigilos,
me susurra, con su voz de destello ámbar, que no debe existir la noche,
que el fin es blanco y que el vacío es tan innecesario como el espíritu.
He dormido y desperté llorando, abrazando la mañana y el pasado,
esperando jamás oír el falsetto que, tras la dicha, me depara el cielo.
Y sobre mi cama lo veo, púrpura en el horizonte, golpeado por la expectativa,
mientras convivo con la resaca del solitario yang
y el eterno deseo de desear mientras la noche regresa vestida de día.
Quizá he faltado a la cortés manera de oír mis tormentos.
Desesperados, hemos tratado de callar a la luna con la voz del sol...
su única tragedia ha sido el eclipse, un anochecer tan oscuro que nos priva de hasta llorar.
"Mi alma no es un desierto", he repetido tras sucumbir a la tentación,
y, abriendo las cortinas, el patio recuperó el olor a tierra mojada,
rompió el horizonte con halo débil, un hilo dorado como la paciencia y el silencio.
Con los días, las noches y las estrellas,
floreció una rosa por cada amor,
un geranio por cada abandono,
un narciso por cada traición,
un girasol por cada furia,
un tulipán por cada rencor,
una retama por cada división.
Quizá mi enredo fue una ansiedad de muy retorcido relato.
Con los ojos heridos, las manos ciegas, el oído callado y las palabras sordas,
comencé a ver el hoy,
a sembrar la pena,
a oír el silencio,
y a dejar pasar el invento
que por los siglos de los siglos fue confundido con Dios...
He despertado, esta vez para ser un niño. |