Esta vez, los sujetos sofrenaron ese ímpetu competitivo que los caracterizaba y decidieron que en esta ocasión lo consensuarían.
La numerosa concurrencia se apretujó frente al que hacía las veces de líder y aguardó expectante el curso de esta reunión. El vocerío se detuvo en cuanto el que presidía esta improvisada asamblea alzó su voz:
“Estimados concurrentes, les dirijo la palabra para tomar una decisión importantísima. Por milenios la situación se ha replicado una y otra vez. Una competencia desbocada y ciega que culmina siempre igual. Esto ha generado una sociedad materialista, inhumana y carente de valores. Entiendo que somos la especie y que nos mueve un afán ciego y determinista que se perpetúa en su ambicioso deseo de cruzar la meta”.
Los concurrentes se contemplaron entre ellos, como si una iluminación repentina los deslumbrara. Desde la época de las cavernas, cruzando los reinos egipcios, bárbaros, babilónicos e imperios tan excelsos como los griegos y romanos, sobreviviendo a la edad media, pulsando los tiempos modernos hasta la complicada época actual, la situación había sido la misma, calcada en todas las épocas.
Uno de los concurrentes saltó sobre los demás para lograr destacarse y preguntó:
“¿Entonces habrá una elección?
El que dirigía esta magna reunión hizo un gesto que con bastante buena voluntad podría traducirse como una afirmación.
“Creo que sería estupendo que comenzáramos a enumerar virtudes, talento, prosapia, sobre todo, inteligencia, tan menospreciada en los que plantean soluciones y tan desvirtuadas por los que han logrado los puestos de privilegio”.
Otro más distante, saltó y preguntó a su vez:
“Propongo, sobre todo, inteligencia y si es emocional, tanto mejor”.
“Modestia” retrucó otro que se perdía casi en la lejanía.
“Pacífico y amoroso” se escuchó en las inmediaciones.
Era obvio que esta elección sólo tendría un carácter testimonial. La humanidad requería un cambio profundo, acaso inspirado por algo semejante a un Mesías que dirigiera a las huestes hacia una nueva redención.
El vocerío se multiplicó originándose una tremolina imposible de enrielar. Largas horas de debate y discusión dieron paso a algo que podría considerarse un consenso. Hubo no uno, sino cien postulantes y de ellos, una selección final con sólo diez de ellos.
La elección requirió de otra ronda de deliberaciones. Cuando el agotamiento se generalizaba, surgió por fin un vencedor. Éste, poseedor de un espíritu pleclaro, agradeció emocionado, mientras los demás le abrían camino entre vítores. Había llegado el instante crucial. Todos le desearon buena suerte y energizado por tantas felicitaciones, el gran ganador, el consensuado, esa mitad democrática, viajó veloz por el camino señalado. La ausencia de contendores facilitó su cometido.
Algunos días más tarde, la mujer le anunció radiante a su esposo:
“¡Querido, estoy embarazada!”
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