Bajo el dulce resplandor de las lunas rosa, Elilpín camina por las aceras iluminadas también por las estrellas. Desde la infinitud celestial, gruesos manchones de luz parecieran competir entre ellos: son las galaxias que destacan sobre el lienzo negro, ofreciendo un espectáculo inigualado. A las nueve de la noche se encontrará con Isial, su esposa, quién ha concurrido a un especialista. Elilpín gusta de caminar, extraña costumbre suya en este mundo repleto de veloces autos voladores y sillas auxiliares, que lo transportarían en segundos a su lugar de destino. Pero, es muy temprano para su cita y prefiere entrever los misterios insondables que aún perviven en el fondo del universo.
Cruzando con cautela la avenida acristalada, se apronta a continuar con su recorrido, en el preciso instante que unos dedos se han depositado en su hombro derecho. Es Vitrán, un antiguo compañero de la Fábrica Durmenten. Era un tipo hablantín al que recordaba muy nítido recortando los pliegos de cobre y a la vez conversando de esto y lo otro. Jamás sufrió accidente alguno pese a su desconcentración, o bien, la suya estaba entrenada para realizar ambas cosas.
“Amigo mío”- escuchó su voz algo aguardentosa soplándole la nuca. “¿Adónde se dirige usted con ese paso cansino’”. Era un tipo altísimo, ahora ataviado por un abrigo estrecho que le confería un aspecto de pájaro.
El “Hola” sonó desganado en esa noche perfumada por las hortensias de Cluvia. Elilpín imaginaba un paseo distendido en esa noche veraniega. El tipo le masajeó su hombro en señal de entusiasmo y se colocó a su vera, aproximándole su rostro absurdamente blanco. Sonreía, haciendo alarde de ese gesto sobrador tan propio de tantos que se consideraban superiores al resto sin que existiesen los méritos para ello. Elilpín apuró el paso contradiciéndose a sí mismo. Intentaba que el tipo aquel se percatara de su prisa y se despidiera. Contrario a esto, Vitrán se acomodó a su tranco y comenzó a interrogarlo con esa especie de majadería que parecía asomársele por los ropajes.
Doscientos metros más adelante, una enorme bodega inflable ofrecía artículos de lujo. Se había estacionado en las inmediaciones de una plaza y ahora estaba atestada de público. Vitrán le propuso que pasaran para enterarse de las ofertas. Elilpín aceptó. Quizás allí encontraría la oportunidad de escabullirse. En ese lugar se podía encontrar vehículos de luz, habitáculos de vidrio plegable, menaje, herramientas y vestimentas de todo tipo, entre un universo inagotable de ofertas. Vitrán se encandiló con una camisa violeta de gran moda, modelo autoajustable de imprimación inmediata, cuyos tonos se adecuaban a la piel del usuario. Elilpín sólo se encogió de hombros. Jamás dilapidaría sus quarz en un asunto tan pueril para su gusto. Sólo sonrió y dirigió su mirada a la cristalería de Bruma. El ex compañero cogió una camisa y la desplegó colocándola al trasluz de los focos cenicienta. Los tonos de la prenda variaban entre el blanco más absoluto al violeta oscuro. Una maravilla inútil para Elilpín, acostumbrado al ropaje gris que tanto le sentaba a él como al entorno que lo circundaba.
Prosiguieron su camino, Vitrán hablando de una y otra cosa y Elilpín silencioso, desconectado y sólo asintiendo de vez en cuando para disimular. La interminable vía parecía estar suspendida en el tiempo. El cielo enrojeció, algo muy común en esa época. Los autos voladores cruzaban como zancudos gigantes, silenciosos y raudos en esa noche embalsamada. Algo perfecto y pleno de musicalidad, salvo el retintín molesto que significaba la voz monocorde de Vitrán, restándole magia a ese instante.
De todos modos, Elilpín se sentía incapacitado de inventar alguna excusa para desprenderse de ese tipo. Y el camino se acortaba entre casas de muros de jupia, flores gigantes del trópico aclimatadas en esta ciudad y la graciosa sinfonía de pájaros girando en redondo sobre los barrios plateados.
Mucho rato después, llegaron al enorme local de subsistencia. Allí había peluquerías, servicio dental, cirugías de todo tipo y grandes tiendas que ofertaban lo inimaginable. Los cristales ofrecían una visión esplendorosa de cada recodo del inmenso local. Entonces, Elilpín distinguió a su esposa Isial y un sentimiento extraño relampagueó en su mente. En estos momentos sí que era imprescindible deshacerse de su acompañante. Pero Vitrán ya contemplaba fascinado las diversas vitrinas mientras continuaba hablando sin respiro. Algo llamó su atención y se dirigió a un local, seguro de que Elilpín seguiría sus pasos. Fue el momento preciso para perderse entre una montonera de productos de diversos colores. Desde allí cruzó dos pasillos y se internó en el ala más alejada. Vitrán ya se había perdido de vista.
Poco después, abandonaría el local junto a su esposa. Ella había recuperado la movilidad de sus extremidades, perdidas por el desgaste y ahora braceaba feliz. La carga procurada en ese tratamiento le garantizaba treinta años más de energía. Lo suficiente para el modesto Elilpín, un inteligente robot dado de baja hacía cincuenta años y que se había acostumbrado a las tardes multicolores y a la dulce compañía de Isial.
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