Se seca la vida
gota a gota.
Se despierta
del sueño inquieto
el verdugo.
Golpea la puerta
de la celda y escapa,
lanzando pensamientos
destructivos.


Creando dolores
inexistentes,
heridas inubicables
por donde la vida
escapa a borbotones.


Se cuela escondido
a contracorriente
el deseo vivo
de la muerte
silenciosa y anónima.


La muerte perdida
en la multitud.
La muerte casual
que se lamenta
pero no desgarra,
que sorprende
pero no enluta.


La muerte que obliga
a bajar la cabeza
por un momento,
para luego sorprenderte
con el dulce llamado
hacia un destino
tenuemente iluminado.


Te he destruido decenas de veces,
vida, y te he vuelto a construir.
Porque siempre falta algo
y sobra mucha estupidez.


Un llamado oscuro
de algo más,
que no has visto,
que no has olido,
que no has sentido.
Que razona y justifica
su presencia
en lo que nos falta.


En el abandono,
la pobreza,
en la maldita soledad,
de vestiduras desgarradas
en girones de tela inefable,
piel cubierta de una perversa
y sucia saciedad.


Te he destruido decenas de veces,
vida, y te he vuelto a construir.
Porque siempre falta algo
y sobra mucha estupidez.