Ema, tenía 5 años cuando me preguntó:
- ¿Qué comen los unicornios?
La pregunta me descolocó un segundo, pero Gracias a mi afición a los relatos fantásticos rápidamente me llegó una respuesta apropiada.
- Tréboles de cuatro hojas.
- Ah! ¿Y dónde consigo tréboles de cuatro hojas?
- En el jardín hay tréboles... seguramente encontrarás alguno.
- ¿Me ayudás a buscar?
Accedí y estuvimos un rato largo buscando, sin suerte.
Sin embargo, ella no estaba -digamos- decepcionada, sino desesperada buscando tréboles de cuatro hojas.
Traté de explicarle que no son tan fáciles de encontrar. Entonces me dijo que los necesitaba para darle de comer a su unicornio.
Recordé que le habíamos regalado uno de peluche.
- ¿Tu muñeco?
- ¡No, Pa! Mi amigo... ¿no lo ves?
Ahí comprendí que se trataba de un amigo invisible.
Como ocurre en estos casos, para ella era real. Sonreí… no era extraño que una niña de su edad tuviera un amigo invisible.
Ema era una niña sociable, sensible, aunque con pocas amigas de su edad. Un amigo imaginario no le haría daño.
Con el paso del tiempo su amigo la acompañó a todos lados, incluso a la escuela.
No obstante, en la medida en que fue creciendo su persistencia comenzó a preocuparme, y decidí consultar a un psicólogo.
El especialista me tranquilizó de alguna manera, me dijo que es la forma en que algunos niños se relacionan con el mundo que los rodea, que en algún momento se iría, y que si bien era mayor de lo que se esperaba para estas experiencias, después de hablar con ella estaba seguro de que no tenía algún conflicto que pudiera afectarla y en todo caso el unicornio era como un juego.
Aprendió a leer con rapidez y desde los 7 años comenzó a pedir textos cada vez más complejos.
La alentaba a leer cuentos infantiles y de fantasía, en alguna medida con la esperanza de que la literatura acelerase el proceso de superar a su amigo imaginario.
Un día me preguntó si podía buscar entre mis libros algo para leer.
Le dije que sí, por supuesto.
No me fijé qué había llevado, convencido de que encontraría algo relacionado con lo que ya venía leyendo. Tenía en mi biblioteca varios libros recomendados para su edad y como no pidió que le diera uno, sino buscar, creí que sería una buena idea que se sintiera con libertad de elegir.
Como ocurre en estos casos, después de las primeras páginas, si el libro no le gustaba, estaba seguro que lo dejaría.
Esa noche fue desesperada a mi habitación.
- ¡Se lo comió! ¡Se lo comió! -gritó muy alterada
- ¿¡Qué!? ¿Quién se comió qué?
- ¡El monstruo se comió a mi unicornio!
“Una pesadilla”, comprendí aún sin terminar de despabilarme. Intenté calmarla, le expliqué que los monstruos no existen, que su unicornio era un amigo imaginario, que ya estaba grande para asustarse así y seguir con amigos imaginarios y después de conversarla un rato se tranquilizó y la acompañé a su habitación.
En el camino vi tirado uno de mis libros de Lovecraft y caí en la cuenta de que había estado leyendo los mitos de Cthulhu.
Entonces estuve seguro. Sin dudas era una pesadilla.
- Tranquila, corazón, vas a ver que no hay ningún monstruo.
La puerta de su habitación estaba cerrada y cuando extendí la mano para abrirla Ema se puso detrás de mí. Temblaba. Me tomó de la remera que uso a manera de pijamas y miraba por debajo de mi brazo.
- Amorcito… estás conmigo, nada malo te va a pasar.
Abrí la puerta y ahí estaba, sosteniendo en su morboso tentáculo un brillante cuerno plateado con el que hurgaba, a manera de escarbadientes, en dos hileras de afilados colmillos.
|