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Pesadillas


Entran en mi cuarto. Me empujan. Golpean mi nunca con la culata de un revolver de no sé qué calibre. Me dejan tirado en el piso, inconsciente. Vuelvo en mí, El dolor en la nunca persiste y me doy cuenta de que no estoy soñando, aunque no deja de ser esto una pesadilla. Me pregunto qué quieren de mí. Qué buscan en mi casa. No sé... todo ha sido tan rápido que no logro entender nada.

—Yo diría que no quieres darte cuenta de nada – así le dice siempre Pepe, el de la fábrica.

Debe haber pasado un rato; se me alivia el dolor de la nunca. Ellos siguen registrando, están dejando el cuarto en un verdadero desorden. Los párpados me pesan. Trato de abrirlos, de echar un vistazo a mi alrededor. No encuentran nada. ¿Qué van a encontrar? Dos hombres tratan de ponerse en pie. Sin duda, piensan arrestarme. Empiezo a tener miedo.

—Mire compadre: no meterse en política en estos tiempos es, de cierto modo, hacerle el juego a la dictadura. Sí, ya sé que estás muy lejos de ser un batistiano y no me lo repitas, también sé de tu teoría de la neutralidad. ¡Vaya teoría! Mira hermano, se está o no se está— así le dice Pepe, el de la fábrica.

Parece que se han ido, pero de pronto, reaparecen: son ojos dentro de pequeñas órbitas, de miradas repulsivas, evidentemente asesinas, uniformes de color represivo, manos que se visten de sangre, sedientas de tortura. Me agarran. Me levantan. Me empujan hacia la puerta de la calle.

Al verse en aquella inesperada situación, en la pesadilla en que se ve envuelto, se pregunta si Pepe, el de la fábrica, no tendría la razón y sería él el equivocado.

He perdido la noción del tiempo, pero no la del espacio: un sótano convertido en sala de tortura. Sé que por estos tiempos, se entra pero no se sale vivo de un lugar como éste. Aumenta el miedo. Un miedo que nunca había tenido. Y no sé qué una absurda esperanza albergo porque de aquí seguro que no salgo vivo.

—Piensa en la cantidad de gente joven que se asesina cada día por esas calles— no se cansa de repetirle Pepe, el de la fabrica.

Sí, ahora que siento esos alaridos alrededor de mí de jóvenes a quienes le arrancan la vida, pienso en lo que tú dices, Pepe y en lo que significa en este país, ahora, una equivocación, porque no pude ser más que eso, una equivocación. Sin embargo, me van a matar por un delito no cometido.

—¿No te das cuenta? Hay que acabar con ellos. Ayudar a los que están en la loma ...¡coño!

Ahí bajan, Pepe, ahí vienen esos hombres, esas torturas a las que tú dices que hay que aniquilar. Pero yo estoy aquí, Pepe. Tú, allá en la fábrica, con tu revolución y discursitos, mientras que yo estoy a punto de sentir en mi carne el peso de la tortura. Los veo acercarse y el miedo crece, ser vuelve incontenible. ¡Si los vieras Pepe! Son carroña saboreando la presa. Empiezan. Me ordenan que diga lo que no sé. ¿Decirles que tú no simpatizas con ellos? Eso sería mandarte a asesinar sin saber siquiera qué grado de participación tienes en esto. Además, no quiero.

—¡Al fin me compraste un bono! —le dice Pepe, el de la fábrica.

Los bonos...¡coño! Me cogieron por culpa de los malditos bonos. No. No puede ser. Comprarlo (por complacer a Pepe) y quemarlos fue la misma cosa.

—¿Ves que no eres tan neutral como dices?

Me pasean las torturas por el cuerpo. Ya casi ni siento los golpes. Apenas logro captar la voz de mando:
—¡Habla!
Creo que se marchan. Sí. Se alejan.

—Eres tan explotado como nosotros. Iras comprendiendo—afirma Pepe, el de la fábrica.

Estoy solo, Me queda todavía algo de miedo porque hasta ese sentimiento me lo han ido arrancando.

—Podemos morir, pero nuestras ideas no—ahora no es Pepe, el de la fábrica, sino el Yoyo el que habla.

El mismo Yoyo que me mira desde lo alto de la escalera, el mismo que ahora me señala con el dedo y dice:
—Ese también compra bonos, mi sargento.
¿Te imaginas tú eso, Pepe? ¿Te imaginas tú al Yoyo diciendo eso? No. No creo que lo puedas imaginar.
—Estos perros cuando no quieren hablar hay que matarlos, pero yo sé que él tiene que saber más. Se lo juro, sargento..
Y de pronto, ya no supe qué era el miedo, Pepe. De donde me salieron las fuerzas, no sé, pero le grité:
—¡So maricón, vendío!
Y no sé cuántas cosas más. Lo que ocurrió después, no lo sé. Creo que para entonces ya estaba muerto

Una mano obrera le sacude fuertemente.
—Despierta Juanelo que estás soñando. No te quejes más.
En medio de un sobresalto y todo sudoroso, se despierta Respira hondo, aliviado. Te mira y lo miras con una expresión muy dolida en el rostro:
—Juanelo, la pesadilla no ha terminado.
—¿Qué?
—Sí, que no ha terminado. Escucha, fuimos sorprendidos en una casa donde nos reuníamos en la calle Montes. Un chivatazo. Unos murieron, a otras los cogieron presos. Escapé de puro milagro. Sospechamos quien pudo ser el traidor. ¡Hay que ajusticiarlo! ¿Me ayudas?
Y levantándose con agilidad sorprendente, dijo:
—¿Cuándo?


















Texto agregado el 06-10-2004, y leído por 153 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
09-10-2004 Realmente, muy bueno. orlandoteran
07-10-2004 !wow! esto trajo muchos recuerdos a mi mente. muy bueno! wicca
 
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