Otra vez dejar que el espacio y el tiempo lo ocupe el texto. Algo tendrá que decir. Puede ser que imperceptiblemente, bajo el ritmo del tecleo, se revele contra la memoria, contra la realidad, contra la idea de justicia, contra los adornos de los tiempos. Será que quiere escapar de la prisión de esas palabras estampadas sobre las cosas, palabras resbalando por los tiempos. Las mismas palabras. Las mismas puertas que se cierran en las noches. Las mismas sombras, y otras nuevas, retando al tiempo. Entonces aceptar los caminos de las manos, dictados desde conexiones establecidas, programadas; aceptar optando por otros caminos en los que quepa la posibilidad de crear algo que dispare irrealidad contra la realidad; de esa manera muere la realidad y la irrealidad toma sus caminos de manera responsable. Eso será esta ficción preñada de injusticia, hecha espejo retrovisor, con el rostro del niño en la calle vendedor de dulces, vendedor de su infancia.
Y deja de hablar el texto, dejando un sabor de impotencia y complicidad con lo que sucede afuera de esta comodidad escrita.