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Las estrellas iluminaban nuestro medio cielo, y la Luna refulgía allá arriba, mientras mi esposa y yo disfrutábamos de unos instantes de relax observando la cúpula oscura desde nuestro pequeño patio trasero.
El mate no se hizo esperar en las manos expertas de mi mujer. Ella sabía prepararlo con esa espumita que lo hacía más sabroso aún.
Los chicos dormían, y el verano era una excusa perfecta para pasar un rato en el patio a la noche, solos. Nuestros respectivos trabajos no nos dejaban tanto tiempo libre, y nuestra economía no se caracterizaba por permitirnos placeres más costosos. Por fortuna ambos sabíamos disfrutar de la tranquilidad y la paz que la Vía Láctea nos brinda.

—Ya se está acabando el año, de nuevo. ¡Parece mentira cómo crecen los chicos de rápido!
Mi mujer me pasó otro mate y me contestó:
—¿Te acordás cuando estábamos de novios? Siempre mirábamos las estrellas juntos, y soñábamos con formar una familia.
Los ojos se le humedecieron un poco, emocionada por la nostalgia.
—¡Cuántos sueños teníamos entonces!
—Sí. Aunque hay uno que nunca me cumpliste. —Su voz sonó pícara.
—¿Y cuál sería ese sueño incumplido? Estamos a fin de año, tal vez se pueda hacer realidad para el año que comienza.
—Una vez te pedí que me bajaras la Luna. Y sólo me diste un beso. ¡Yo me quedé con ganas de la Luna! —Protestó, estallando en carcajadas.

Con mi brazo libre la atraje hacia mí. Esos detalles forman parte del por qué de que la ame tanto. Ella sabe cómo hacerme reír con muy poco. Su intento de rabieta infantil me causó mucha ternura.
Esa noche, sin palabras, sólo con ese fuerte abrazo, le prometí cumplir su sueño. Aunque ella no lo sabía, claro.

Pasaron cuatro meses.

Era el día del cumpleaños de mi mujer. Este año lo celebraríamos en casa de mis suegros. Ellos tenían más lugar, y además podían darse el lujo de hacer una fiesta. Los invitados no éramos tantos, pero los chicos se encargaron de comer hasta por los ausentes. Todo era algarabía. La música llenaba el ambiente mientras los invitados a la fiesta daban rienda suelta a la distensión que un poco de alcohol desacostumbrado provoca en la mayoría de las personas. Todos bailaban como si fuera la última vez.

Entonces encontré la oportunidad. Tomando a mi esposa del brazo, me la llevé a un sitio apartado en el jardín, donde no había nadie. Todos continuaron bailando adentro sin notar nuestra ausencia.

—Mi amor, quiero darte un regalo especial. Algo que preparé para este día.

Sus ojos se llenaron de luz mientras observaba los míos. Quiso besarme pero la detuve:

—Esperá. Mejor el beso después del regalo… ¿Confiás en mí?

—Como siempre —dijo, cerrando los ojos.

—Entonces vamos. Tengo el auto enfrente. Pero me tenés que prometer cerrar los ojos hasta que te avise.

—Está bien. —dijo, mientras la intriga se le dibujaba en el rostro.

A lo largo de estos últimos cuatro meses en que estuve llevando a cabo mi obra, hice lo imposible para que mi mujer no se diera cuenta de nada. Incluso iba y venía caminando del trabajo, varios kilómetros al día, para ahorrar el dinero del combustible. Lo necesitaba.
Tuve que mover un poco a mis contactos, pero gracias a un tío que me debía un favor, logré conseguir prestado un terreno vacío. Lo importante es que estuviera justo sobre una loma. Era perfecto. Mirando hacia la parte de atrás, no se veía el resto de la ciudad, sólo el cielo. Además en la parte delantera tenía una pequeña construcción, una casilla, supongo para que se quede un guardia por la noche. Todo ideal para mis planes.

En el camino vendé sus ojos con un pañuelo, para que no pueda hacer trampa y espiar. Cuando llegamos, todos mis “cómplices”, amigos míos, nos estaban esperando. Cada uno en su puesto, y en absoluto silencio.
Detuve el auto, y la ayudé a descender. Luego la llevé de la mano hasta la entrada, y la hice pasar al interior.

—Lo que estás a punto de vivir, es algo que muy pocos seres humanos han experimentado. ¿Estás lista?

—Creo que sí, ¡aunque la ansiedad me carcome!

—Tranquila. Quedate ahí que tengo que prepararte.

Solté su mano, y enseguida aparecieron dos de las chicas portando varias prendas de color plateado, con las que procedieron a vestirla.
Pasé varias tardes confeccionando el traje. Debía ser a medida, y nadie conocía el cuerpo de mi mujer mejor que yo. Las botas y los guantes de asbesto hicieron su parte. Lo último que le colocaron fue el casco de motocicleta. Tenía un cristal opaco al frente, para que ella no vea nada. Al mismo tiempo le quitaron el pañuelo de los ojos.

—Te he colocado un casco para tu protección, no te asustes, pero como te dije, es una experiencia única.

Todo esto se lo dije por la radio acoplada a su casco. Estoy seguro de que estaba aún más intrigada.

Conseguir la arena blanca fue tal vez lo más difícil, no hay tantas playas en el mundo con arena de ese color, pero un amigo me indicó el lugar donde podía comprar lo que entra en un camión. Luego conseguí bastantes rocas en una obra en demolición, y desparramé todo en el fondo del terreno.
La puerta que daba al fondo la cambié por una metálica, con una rueda al frente, como las que hay en los submarinos. Un amigo herrero me ayudó a armarla y montarla allí.

La ayudé a ubicarse en el punto justo, y desde atrás, sin que ella pudiera verme, le quité el cristal oscuro.

—¿Qué es esto? —dijo al ver la puerta frente a ella.
—Abrila —le respondí, a través de su auricular.

Tomó la rueda giratoria, y abrió la puerta con un chasquido. Al otro lado, se veía un paisaje surrealista. En el cielo, las estrellas parecían agujeros en un telón negro, y el suelo estaba cubierto por arena blanca, y rocas del mismo color. Agradecí en secreto al pronóstico del tiempo, por asegurar que esa noche sería estrellada y sin Luna.

Temblorosa, dio un paso hacia delante, atravesando la puerta. Justo del otro lado, y sobre su cabeza, donde ella no podía verlos, otros dos amigos engancharon sogas en el aro que sobresalía detrás del traje. Enseguida las tensaron y se prepararon subiéndose a los aparejos.

En cuanto mi mujer dio un paso, ellos tiraron de las sogas y acompañaron sus movimientos. Ella parecía flotar. Cada uno de sus pasos la sostenían durante unos segundos en el aire.

—¡Estoy en la Luna!... ¡Estoy en la Luna!

La visión de su rostro, lleno de lágrimas de felicidad, mientras ella reía sin parar, saltando de roca en roca y disfrutando de cómo flotaba en mi hipotética Luna de arena blanca, fue suficiente para justificar el esfuerzo de cuatro meses que me tomó preparar su regalo. Ver la forma en que ella disfrutaba como una niña, ver sus ojos brillar como cuando éramos novios, ver su imborrable sonrisa, enmarcando su bello rostro, fue suficiente para confirmar que la amo con toda mi alma, y que soy capaz de hacer locuras como esta, sólo por ella.

—¡Estoy en la Luna! ¡Mirame! —Seguía repitiendo, mientras sus pasos dibujaban preciosas sonrisas sobre mi Luna de arena, y su sonrisa hacía lo propio en mi corazón.

Texto agregado el 22-06-2021, y leído por 224 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
22-06-2021 es muy tierno, muy delicado. gracias por este relato cafeina
22-06-2021 Hermoso. Me parece haberlo leído cuando lo publicaste tiempo atrás. Marcelo_Arrizabalaga
22-06-2021 Qué modo tan bonito de cumplir tu promesa, no dudo cuan feliz se ha sentido tu esposa. Una historia plena, romántica, sensible, escrita con delicadeza y tu maestría. Me ha gustado mucho Shou
22-06-2021 Hermosísimo cuento que recuerdo haber leído en otra ocasión. Hay textos que merecen ser leídos y éste es uno de ellos sin duda. MujerDiosa
 
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