No había explicación, pero cuando abría el envoltorio de un alfajor, sentía que el centro del universo estaba ahí, en eso que yo podía tocar y morder y saborear hasta el infinito y más allá. Mi novia, en cambio, se ponía de mal humor. Decía que no entendía mi cara de tonto mientras veía que el alfajor iba asomando su circunferencia chocolatosa.
El primer mordisco al alfajor, qué delicia, qué experiencia. Era como bajar de los Alpes con Heidi, Pedro y Copo de Nieve. Era como sentirme otra vez un niño.
Desde mi experiencia sensorial (y extra sensorial) yo miraba a mi novia y tenía ganas de invitarla, de decirle vení de este lado, amor, aquí donde se está tan bien, tan perfecto, tan alfajor de chocolate. Pero en momentos así, el niño que se apoderaba de mí era un niño bastante egoísta. El alfajor y el universo eran suyos, y supongo que la cara de tonto también. Porque yo se lo daba todo. Y el niño simplemente cerraba fuerte los ojos y se perdía en su solitario mundo momentáneo.
Pero una tarde, después de acabarse su alfajor a la salida del cine, el niño volvió al mundo real donde encontró a mi novia otra vez tan seria. Con uno de sus dedos manchados de chocolate, el niño tuvo ganas de toquetearle la nariz a mi novia. Y se la toqueteó nomás. Y lo único que consiguió fue que mi novia abriera grandes los ojos y también una mano, con la cual le aplicó al niño una cachetada tan fuerte que algo se le tambaleó adentro, algo como una vieja estantería o una pajarera oxidada con todos sus pajaritos encerrados.
Así fue como desde entonces los alfajores ya no le gustan tanto. Y a mí tampoco. |