-Hay recuerdos que la memoria quiere conservar para siempre, porque son buenos y le hacen bien al alma, al corazón; pero existen muchos otros que uno quisiera olvidar, no volver a acordarse de ellos. – le dije a mi amigo Pedro, mientras tomábamos una taza de café muy cargado en un restaurante pequeño cercano al Monumento a la Revolución. Solo me miró a los ojos sin decir nada.
-Lo que te voy a contar pasó hace unos días, todavía me siento intrigado y muy nervioso: Amenazaba lluvia. Serían poco más de las seis de la tarde cuando salí de la oficina, la cita con un cliente que deseaba un trámite de divorcio me retuvo más de la cuenta. Mi auto estaba en el taller y el metrobús que pasa como a cuatro calles de donde trabajo, era mi mejor opción. Eché a caminar, casi de repente el cielo desató su furia. Comenzó a llover con fuerza, no llevaba paraguas, así que apresuré el paso y busqué un lugar donde cubrirme o acabaría hecho una sopa. Ya era una tormenta. Me guarecí bajo una marquesina a la entrada de una casa vieja. Deseaba que el agua amainara pronto para llegar hasta la parada del autobús. Me hallaba distraído mirando la cortina de lluvia, cuando escuché una voz de mujer muy cerca de mí que decía: “¡Qué clima más horrible¡ ¿No le parece?”
Me sorprendí, porque no la vi llegar, era joven, bonita, tendría alrededor de unos veinticinco años y el pelo húmedo de lluvia le caía sobre los hombros dándole un toque adicional a su belleza. El vestido negro y el saco azul claro que portaba le sentaban muy bien, pero lo mejor eran sus ojos negros que me miraban con curiosidad. Me fascinaron sus ojos. No recuerdo ni que le respondí, pero no pude dejar de mirarla. Entonces comenzó a hacerme plática, me dijo que era estilista en un salón de belleza cercano, que se creía buena en su trabajo, me contó cómo realizaba algunas de sus actividades: corte de pelo, manicura, peinados, tintes de cabello, Yo le respondía con monosílabos, la escuchaba con mucha atención, no tanto por lo que me decía, sino por la expresión de su rostro, el movimiento de sus labios que por momentos parecían juntarse como para dar un beso, la nariz recta y pequeña, pero más que todo, el brillo de sus ojos, que parecían encerrar algún misterio. Me sentía como hipnotizado por aquella chica, no quería que parara de hablar.
El cielo seguía desatado, la lluvia caía con violencia y me daba gusto que así fuera, que siguiera lloviendo, porque en cuanto aminorara, la chica se iría para siempre. Así que intenté tener un poco más de acercamiento para retenerla. Soy Carlos le dije y le pregunté su nombre: “María Elena, pero mis amigos me dicen Malena” ”¿Vive usted muy lejos, Malena?” ”Por el rumbo de Tacuba, ¿conoce usted por allá?” “No, pero he oído hablar mucho del barrio. Es peligroso, ¿no?” “Claro que no, son habladurías. Por todos lados suceden cosas”. “¿Su salón de belleza también atiende hombres?” “Sí, ¿le gustaría asistir?, le digo donde está”. Llovía y llovía, como si fuera diluvio, amigo.
Me dio la dirección del salón. Decidí lanzarme a fondo, si la casualidad había hecho que me cruzara con aquella mujer tan guapa, por qué no intentar verla otro día o en otro momento. “No me mal interprete, sé que nos acabamos de conocer, pero me gustaría ser su amigo, quizás invitarla a un café en cuanto pare de llover o tal vez otro día” “Usted me halaga y me gustaría mucho; pero, sabe, tengo novio y es de esos tipos celosos que no quiere que la miren a uno para nada”. “Lo entiendo porque es usted muy bonita, yo también me pondría celoso de que la miraran. ¿Por qué no vino hoy a esperarla?” “Es que estamos algo disgustados. Dice que soy una coqueta porque me encanta platicar con las personas, como ahora con usted”.
-Te aseguró Pedro, que lo que te voy a contar ahora es la puritita verdad. María Elena dijo entonces: “le voy a contar un pequeño secreto, Carlos, pero por más extraño que le parezca tiene que creerme”. La miré al fondo de sus negros ojos y entonces murmuró: “aquí donde estoy parada, en este mismo portal, mi novio me mató hace ya un año en este mismo día. Me apuñalo cruelmente en el pecho sin razón alguna. Mire.” Y me mostró a la altura del corazón, sobre el saco azul claro, una enorme flor roja que antes no estaba y que se hacía cada vez más y más grande. Solo fueron unos segundos, porque como si no hubiera estado nunca ahí, conversando conmigo, la chica se desvaneció en el aire. No te miento, Pedro, así fue. Me quedé impactado por la sorpresa; luego, como sonámbulo, sin importar que me mojara, caminé bajo la lluvia perdida casi la razón. Vagué mucho, mucho tiempo. No recuerdo siquiera cómo y a qué hora llegué a mi casa.
Callé. No había nada más que decir. Mi amigo Pedro tampoco dijo nada, pero en su mirada, hallé un atisbo de empatía y comprensión.
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