No me debí poner; era el más pequeño de la comitiva. Era evidente que aquella caja renqueaba de mi lado. El caso fue que, preocupado por no perder el nivel y un tanto envarado, me olvidé de mirar al suelo. Un suelo irregular de vetusto en el que se superponían unos ladrillos sobre otros y en los que era fácil enganchar un pie. Y, efectivamente, de resultas tropecé y caí. Y conmigo la caja mortuoria que dio con el cadáver en el suelo. Fue como si hubiera muerto dos veces: la vez del accidente, y la que se produjo dentro de la iglesia, pues hubo que recomponerlo un tanto por venir ya de por sí hecho un fardo.
El clamor fue enorme.
Cuando dijeron de dar el pésame, la gente me miraba con mayor conmiseración de la debida, como si fuera uno responsable de aquel desaguisado.
El cura- que tenía preparado su discursillo, como siempre-, tuvo que salirse del guion establecido. Y aprovechó para echarle la culpa a la parroquia de tan desasistida que tenían su iglesia.
En fin, que no fue un entierro cualquiera, pues aquel ladrillo y yo pasamos, en el acto, a formar parte de la intrahistoria de la villa. Entorno al hecho se ha creado doctrina y se barajan muchas teorías: desde la que culpa al villorrio por permitir aquel desenladrillamiento, hasta la que se centra en el ánimo ahorrativo del cura. Lo cierto es que tenía que haber ido atento a donde ponía los pasos, pero es que no teníamos a otros en la familia, siendo yo en más chico. De haber ido en el lugar del muerto todo hubiera cuadrado, pero el que se había empeñado en morir era otro, descuadrando totalmente el organigrama.
Pasó el tiempo y se reunieron dineros para evitar aquellos tropiezos- que no eran tan infrecuentes como se pueda pensar- y pasó al olvido la anécdota.
Daba grima verlo, pues quedó de cara. La gente se arremolinaba alrededor suyo dando por satisfecha una curiosidad que no se hubiera visto de otra forma.
|