Las balas pasaban tan cerca de sus cabezas que de no ser por el ruido de las explosiones, hubieran podido escuchar su zumbido. Algunas daban contra los árboles, y las astillas se les clavaban en la piel. Las otras, destrozaban el follaje que se mezclaba con el humo de las armas, haciendo la atmósfera más irrespirable que lo habitual.
Hacía solo un par de horas que había parado de llover y la humedad era intolerable. El sudor bañaba los cuerpos de los soldados, y el olor a sobaco y miedo inundaba el ambiente. La temporada de monzones hacía más dura de lo que ya era, la jungla de Vietnam.
El sargento John Mason, jefe de grupo de una reducida avanzada hacia Huê, miró a su costado. A pocos metros de él, debajo de un montón de tripas sanguinolentas llena de hormigas, estaba lo que había quedado del recluta que se había unido a su pelotón unos días atrás. Cuando las primeras granadas explotaron a su alrededor, se había, literalmente, cagado encima. El pánico lo inmovilizó, y fue fácil presa de los proyectiles que prácticamente lo partieron al medio.
Saunders llegó arrastrándose por la maleza. Traía una sanguijuela prendida al cuello, Mason la quemó con lo que quedaba de su cigarrillo.
—¿Cuántas bajas? —preguntó sin inmutarse.
—Tres. Dos de ellas por un francotirador.
—¿Lo ubicaron?
—Por las heridas, está entre las dos y las tres.
El sargento observó la zona indicada, y sin siquiera mirar a su compañero espetó:
—Pongan un cebo, y cuando el bastardo caiga, cúbranme con mucho fuego y granadas.
“Poner un cebo” consistía en elevar levemente la cabeza de un cadáver hasta que el tirador lo viera.
Por unos instantes Saunders miró a su amigo en silencio.
—¿Por qué diablos no nos largamos de aquí? —preguntó al fin.
—En cuanto llegue el apoyo aéreo lo haremos.
—Sabes a lo que me refiero, John.
¡Claro que lo sabía! Era una pregunta que se hacía a diario. Pero no tenía respuesta. Podían pedir el retiro por los años de servicio, o por las heridas recibidas en el cumplimiento del deber, pero algo muy fuerte los retenía. No era ni la bandera ni la patria. Ambos se cagaban en ellas. La patria los había enterrado en el culo del mundo a pelear una guerra que nadie sabía explicar por qué había comenzado. Y sin embargo, allí estaban. Trató de pensar en los tibios prados de su granja en Arkansas y en los pechos firmes y generosos de… ¿Sally…? No estaba seguro. Todo su pasado era un desfigurado recuerdo perdido en el tiempo.
—Haz lo que te dije.
La guerra, para el que no la ha vivido, es algo subjetivo. Se sabe lo que es, los riesgos que corres, matas o mueres. Pero solo se entiende cuando comienza el primer combate. Con las primeras balas el miedo puede paralizar. O enfurecer. Como le sucedió a Mason. En su primera misión, una ráfaga de ametralladora golpeó a centímetros de sus botas. Inmediatamente la fila india se deshizo, sin embargo él, simplemente giró la cabeza para ver de dónde venían los disparos. Una lluvia de balas trataba de alcanzarlo mientras el fuego era respondido por sus compañeros. Enfurecido, comenzó a caminar hacia el enemigo haciendo ladrar a su reluciente M16 mientras gritaba:
—¡¿Me quieren matar?! ¿¡Eh?! ¡Contesten malditos hijos de puta!
El resultado fueron cinco vietcong acribillados; un ascenso a sargento, el respeto de sus compañeros y el apodo de “El Loco”.
En una borrachera en Saigón, Mason le había confesado a Saunders, que cuando entraban en combate, Dios le indicaba que hacer.
—Es el único “General” en quién confío —decía riendo a carcajadas.
El sargento por un momento se desentendió del combate, debía observar cuidadosamente la zona arbolada. Al fin, una leve voluta de humo salió de entre las hojas. El estallido de las granadas fue la señal. ¡Corre, ahora! ¡Ve hasta los arbustos y lo sorprenderás por detrás! El soldado, tranquilo y seguro, siguió las instrucciones que sonaban en su cabeza.
Apenas llegar, se colocó debajo del árbol y disparó dos ráfagas en abanico hacia la copa. Inmediatamente escuchó el ruido de ramas quebrarse y el golpe seco de un cuerpo contra el suelo. El vietcong estaba caído entre la maleza con una herida en el hombro. Sus piernas quebradas formaban un ángulo extraño.
Se miraron. Tenían edades similares, y seguramente, en algún bolsillo de su mugriento uniforme, tendría una foto de su familia.
Dios volvió a hablar. Arráncale el brazo a balazos. Y luego hazle explotar la cabeza. El sudor caía sobre los ojos del teniente y el cañón de su arma comenzó a temblar mientras apuntaba. Sin pensarlo dos veces, giró, y con ojos llenos de furia como en su primera misión, vació dos cargadores disparándole a la nada.
Jimmy soltó el joystick que creía averiado para mirar sorprendido cómo la pantalla de su televisor parecía astillarse por los balazos del soldado. ¡Qué efectos increíbles! ¡Nunca había llegado a esta parte del juego! Exclamó.
De pronto el vidrio cedió y fue su cabeza la que explotó alcanzada por los proyectiles.
John Mason dejó caer su arma. Se sentó en el tronco de un árbol y con los codos apoyados sobre sus rodillas, encendió un cigarrillo.
—Larguémonos ahora, John —dijo Saunders.
El sargento levantó la cabeza lentamente, y contestó:
—¿Largarnos? ¿A dónde Saunders? ¿A dónde…?
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