Un texto muy antiguo, que ya había puesto por aquí hace algunos ayeres.
Cuando su compadre Antonio llegó a visitarlo, José estaba entretenido en curarse una fea herida que una semana antes se había hecho en la palma de la mano izquierda.
- ¿Qué haces, compadre?
- Tratando de curarme esta pinche mano. La herida me punza con ganas y ya no la aguanto.
- ¡Déjame ver!... Pero si la traes bien hinchada y con pus. Esta herida hay que limpiarla con alcohol, porque ya está infectada. Tienes que tomarte algún antibiótico y asearte diario la herida. ¿Y mi comadre?
- No está, fue a visitar a sus papás a Puebla
- ¿Cuándo regresa?
- En unos días más.
- Sabes compadre, tienes que cuidarte. Te veo desmejorado; como que no te sienta bien que la comadre esté lejos. ¡Te ves bien jodido, pinche compadre! Tengo en casa un remedio muy bueno, casi infalible para desinfectar heridas. Al rato te lo mando.
El compadre Antonio se fue. José maldijo en voz alta su suerte y sin saber cómo, el diluvio de su alma fue inundando sus ojos, hasta que toda esa agua convertida en llanto, salió despacito y se desparramó por toda su casa solitaria. Aquella noche apenas si durmió.
A la mañana siguiente muy temprano, tocaron en el zaguán de la calle. José, medio se vistió y acudió presuroso a abrir.
- ¡Ya voy, ya voy! ¡Qué escándalo!
Molesto porque lo hubieran despertado temprano y tener que levantarse a abrir, se quedó sorprendido y mudo, al mirar a la hermosa joven que estaba frente a la puerta.
- ¿El señor José?... Me envía don Antonio. Me dijo que usted necesitaba alguien que cuidara la casa, la limpiara e hiciera de comer. Me dio una pomada para usted y este sobre.
Sin comprender muy bien lo que pasaba, el medio adormilado José la hizo entrar y abrió el sobre. La hoja que venía en el interior, decía:
“Compadre, te conozco mejor que tú mismo y no puedes engañarme. Ya sé que la comadre te dejó desde hace varios días y se largó con otro; más joven, más rico y menos pendejo que tú; pero te estimo compadre. La pomada que te llevan no sirve para maldita la cosa; la muchacha es prima de mi mujer, acaba de llegar de su rancho y necesita ayuda, al igual que tú. Contrátala y déjala estar en tu casa. ¡Ahí te la mando, es mi remedio para desinfectar heridas! ¡Está rebuena la condenada! Avívate compadre, que de ti depende que el remedio que te envío, sea verdaderamente eficaz.
La voz del remedio lo sacó de sus pensamientos:
- ¿Puedo quedarme con el trabajo, señor?
José la miró unos instantes y sonrió.
- ¡Puedes! - dijo.
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