Ser el primogénito en una larga cadena de hermanos, tiene sus particularidades. Y comienzan cuándo nó sé tiene consciencia de existir. Contándome que después del segundo parto(Corális), fueron tán incontenibles mis célos, que tuvo mi madre que con el tercero(Roberto), decirme que había sido un 'regalo'.

Pero con los dos nacimientos citados, mi cerebro funcionó indistintamente: y fué que al entrar la hembra en mi registro interno, trajo consigo la fraternidad. Cósa que con el tercero, fue bloqueada por la información recibida. Hasta que, andando el tiempo, la carga se acotejó en el camino.

Entónces, con los nacidos entre mis tres y once, hubo una distancia imperceptible. Qué dió inicio con el rescate en medio de una epidémia, hecho por mi abuela, que incluyó a mi primera hermana. Luego, la lejanía que me pareció enorme(dentro del mismo puebo), sé redujo a una manzana y media. Y lo perdido lo recuperé, compartiendo con éllos mi cuarto.

Hasta que entré en la etapa, que parte a mis once y cierra a los dieciocho. En la que prima la participación directa del hijo mayor, con la crianza de los recién nacidos. Sé dá leche, sé carga, sé baña, sé viste y sé saca a pasear a cada nueva cría. Para de repente, caer en el frío tiempo de la ausencia.

Un forzoso período que nos hace presentes en modo informativo. Pero que sube y baja con el infrecuente retorno temporal. Qué en mi caso fué poco ortodoxo. Pero que con un oportuno espacio entre el retorno y el matrimonio, sé allanaron caminos y sé enderezó un entuerto. Ó, dicho de la forma usada al principio: 'volvió la carga a acotejarse en el camino'.