UN HOMBRE DEL SIGLO XX
Esta historia que voy a contarles, no es autobiográfica, sino que me la contó un buen amigo octogenario sobre su vida. La platicaré en primera persona.
Nací en el año 40 del siglo XX, mi abuelo fue un inmigrante suizo que llegó a Centroamérica, uno de sus ocho hijos (mi padre) quiso estudiar una profesión por lo que también fue inmigrante, pero de tipo estudiante, llegó a México y terminó la carrera, además se casó con mi madre al terminarla.
Por razones de trabajo se estableció en el norte de México, cuando yo tenía 3 años. En este lugar cursé mis estudios con éxito y la universidad la hice en la capital en una escuela del ejército. La terminé con éxito después de ocho años y me mandaron a una ciudad pequeña del Estado de Puebla.
En este lugar, me fue económicamente bien, pero, sentí que la vida me debía mucho por el encierro de mis estudios. Nunca dejé de trabajar arduamente, pero combiné mis labores con una vida bohemia, los amigos, la música, el drink y las mujeres. Me sentía un triunfador que todo me era permitido. Total, que terminé con dos casas, la de mi esposa (la catedral según mis amigos) y la de mi amante (la capilla) y empecé con la vida doble.
¡Qué lío! No les cuento los sinsabores de esta situación, que alababan mis falsos amigotes.
También por razones de trabajo, cambié mi residencia oficial al norte de México y dejé la casa chica en el estado de Puebla. El problema para mantener económicamente las dos casas fue agobiante. En la oficial tuve tres hijos y con mi amante, tres hijas.
El problema, fue que no soy creyente y la madre de mis hijas furibunda católica, me puso como condición que tenía que tener un status legal, pues era lo correcto según su padre confesor. Debe decir en favor mío, que apoyé económicamente a las muchachas, hasta que cada una de ellas tuvo una carrera profesional.
El tiempo pasó, y con eso, el declive consiguiente en mi edad y en mi trabajo. Dejé de mandar dinero a Puebla, pues literalmente no podía, además las niñas ya trabajaban en sus respectivas carreras. Desde luego no dejé a mi esposa para casarme con la otra. Por lo qué, ella y sus hijas me mandaron al diablo, pues si yo no mandaba la lana no tenían por qué considerarme. No les cuento más, he perdido todo contacto con ellas, desconozco su domicilio actual. No tengo remordimientos pues siempre he estado abierto a mis hijas, ellas son los que ni me pelan.
Ahora ya de 81 años, vivo tranquilo, con la idea de que las mantuve hasta que se recibieron profesionalmente. Pero, desde luego, estoy consciente de que hice que mi juventud fuera un desastre. A nadie le aconsejo que siga mi ejemplo y si escribí lo anterior es para que vean en que error puede uno caer por pendejo y creído.
Hasta aquí termina la historia de mi triste amigo.
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