La mujer estuvo sola toda la mañana. A las 4pm ya no podía más, le latía el corazón sin ganas, se le nublaba la vista de lo cansada, se sentía asfixiada dentro de su ropa. Entró al baño y se restregó el cuerpo con rabia, con resentimiento y cuando sintió que era demasiado, se tomó el champú - desgraciadamente es uno muy estúpido cuando se trata de suicidarse porque sí -; no lo pudo tragar y en cambió se sintió como el más pequeño de los seres humanos, como la más torpe. Cerró la ducha, salió del baño y se deprimió todavía más cuando vio que eran las 4:15pm. ¡15 malditos minutos! No aguantaba más, prendió el televisor y vio lo que todos vemos. Se le borro la memoria por media hora y cuando despertó seguía triste, sentada frente a un cuadro indiferente a su soledad.
Fue a la sala, se sentó en el gran sofá y se dispuso a perderse por los únicos caminos que creía conocer, pero la memoria ya la tenía gastada de tanto recurrir a ella; sin asombro alguno sintió desde lo más profundo de sí misma cómo la soledad se le iba metiendo entre los dedos de los pies, le subía por la entrepierna, seducía sus muslos, se hundía en su ombligo, acariciaba sus senos. Todo aquello se sentía muy bien. Una libertad infinita se apoderaba de ella y ¡zas!, fue ahí cuando empezó a sentir vértigo, cuando sintió cómo una oscuridad infinita, lenta y pesada le apretaba el cuello, le cegaba los ojos y le tapaba los oídos.
Se sintió tan sola, que lloró. Fue un llanto largo, sin sonido, sin lágrimas, sin pesares, sin nada; un llanto que la dejó seca por dentro, un llanto que la sumió en esa tristeza que no sabía explicar. El último llanto. El llanto de la vida que late inconforme frente a nuestra indiferencia.
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