Primavera del 72
Con dieciséis años recién cumplidos y las hormonas a todo vapor estábamos una templada tarde de octubre del setenta y dos paveando en la esquina de Rojas y Arengreen, en nuestro barrio de Caballito cuando pasaron ellas. Dos chicas de minifalda que llevaban como abrazados contra su pecho carpetas y libros.
Con Edgardo nos miramos asombrados, ellas no eran del barrio, jamás las habíamos visto antes. Y rara vez se nos escapaba algo así. Comenzamos a seguirlas con la intención de entablar una conversación, de “levante” como se decía entonces.
Ellas caminaban sin prisa por la calle Rojas y luego doblaron por la entonces llamada calle Canalejas (hoy Felipe Vallese), cuando las alcanzamos no recuerdo muy bien qué fue lo que les dijimos pero sí que logramos hacer “contacto” y nos dieron calce para conversar. Ya juntos los cuatro caminamos esa larga cuadra de Canalejas hasta doblar por Colpayo y luego retomar por Arengreen hasta regresar a Rojas, justo donde las habíamos visto por primera vez.
¿Cómo te llamás? Pregunté.
Sonia, me respondió la más bajita, me pareció hermosa, y en realidad lo era. Patricia era el nombre de su amiga más alta que ella y que Edgardo. La situación no era muy pareja si de estaturas debo hablar, yo era el más alto, pero en ese momento ninguno le prestó atención a ese detalle.
Finalmente llegamos al que era su destino. Ubicado a pocos metros de donde las contactamos: la casa de la profesora Cristina, la que nos preparaba para los exámenes de las materias que solíamos reprobar en el cole durante el año y que invariablemente debíamos rendir en diciembre o marzo.
Nos despedimos y tal vez quedamos en volver a vernos.
¿Sonia? Me pregunté ¿ese es un nombre? Juro que era la primera vez que lo escuchaba. Lo que sí me quedó claro es que ambas chicas estiraron su camino a través de la vuelta a la manzana (que de hecho tiene la superficie de casi dos manzanas) a la espera de lo que haríamos nosotros a nuestros dieciséis años y ellas a sus catorce.
Mi amigo y yo quedamos maravillados, era todo un evento que “nos dieran bola”, un falso triunfo machista de aquellos años.
No recuerdo cómo sucedieron las cosas días después, ni cuantas veces nos vimos, solo recuerdo la noche del 23 de octubre de 1972 estábamos frente a la puerta de su edificio en la avenida Gaona al dos mil, frente a la plaza Irlanda cuando con millones de mariposas en el estómago le pregunté si quería salir conmigo y las explosiones en mi cabeza cuando me dijo que sí. La veía para ahí con su corto vestido “bobo” de color blanco con flores rosadas y no terminaba de caer. No quería que ese momento termine más. Ni se de qué hablamos durante largo minutos hasta que nos interrumpió un hombre de traje y sombrero que sacó del bolsillo un par de caramelos y nos los dio mientras nos saludaba…
¿Y éste de dónde salió? Le pregunté… Es mi papá me respondió. Primer metida de pata (soy muy afecto a eso).
El camino de regreso a mi casa fue algo especial, era la primera vez que me le “declaraba” a una chica y ¡me había dicho que si!
Además era hermosa, muy hermosa. Creo que empezaba a enamorarme… bueno, no lo creo, de hecho empezaba a meterme como un caballo. Hasta le presté atención al olor de los jazmines que florecían en los jardines del barrio. ¿Me importó la reprimenda por llegar tarde a cenar? No, ni ahí
, nada de nada. Estaba en un limbo.
Le siguieron citas, salidas, caminar de la mano hasta el día del primer beso.
Luego se fueron dando muchos hechos y descubrimientos típicos de adolescentes. Algunos lindos, otros graciosos y también trágicos…
Continuará… aunque parezca cursi.
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