La conocí en la parte más occidental de mi barrio. Porque la casa de sus padres estaba sobre un terreno que de vez en cuándo, nuestro Jaya, reclamaba cómo propio. Su edad oscilaba entre los quince y los dieciocho, pero lo visible suyo, al momento, era espectacular.
Su color de piel, su pelo, el tipo de cara y los trazos laterales de su cuerpo, la convertían en el delicado resultado de una perfecta fusión entre dos razas: la negra y la blanca. Pero, además, era una estudiante sobresaliente y con mayor intensidad, en las matemáticas. Teniendo por colofón, lo de ser ajedrecista.
Luego, pasado un largo tiempo, partí a la ciudad de New York. Y saliendo un domingo de una de sus tantas iglesias, tuve un encuentro frontal con Ernita. Entónces, después de un inmedible lapso de mútuo mutismo, exhalé un profundo quejido. Porque noté que élla lé había hecho un par de alteraciones a la maravillosa obra de Dios.
Y fué así, ya qué quiso ponerse de blanca, lo que le fué dado de negra. También, exageró lo dado de blanca, con una forma abultada de lo de negra. Pero en medio de mi turbulencia interna, pensé que élla había ignorado hacia dónde los atributos físicos de la mujer están dirigidos.
Aúnque lo más deprimente, fué descubrirme en exceso, disminuído cómo natural aquilatador de la belleza prístina de la hembra. |