La maldad, propiamente tal, ronda la mente del hombre desde sus primeras edades y en el niño se manifiesta como un calorcillo indefinido que place a ese paladar inexperto como un vinillo embriagador. Habrá teorías más acabadas, por supuesto, pero ese néctar mareador fue el que actuó en mi cabeza impúber pulsando mis sentidos aquella mañana dominical en ese Santiago oxigenado y libre de estridencias motoras. El pasaje donde vivía mi abuela era una estrecha cinta de casas de diferentes características: sobrias, modestas, algunas levantándose sobre las otras en un segundo piso vanidoso y algunas, sólo vigilantes cuartuchos oteando desde el fondo de sus miserias. La de mi abuela se levantaba airosa con su enlucido gris y sus ventanas empotradas. Se visualizaba más importante de lo que era, ocultando tras la puerta los adobones que conformaban su modesta arquitectura. Pues bien, ese fue el escenario propicio para entrenar piernas, mente y salvajadas, contando además con un primo tres años menor que obedecía todos mis mandatos.
Esa vez, sin embargo, se conjugaron todos los factores tal si una garra subyacente situara los elementos necesarios para originar la trama. Un febrero de brisas tibias, asomé mi nariz para catar los aromas de alguna travesura en ciernes. El pasaje recibía la ofrenda perpendicular de un sol veraniego y sólo se escuchaba el rumor sordo de alguna melodía sintonizada en la vecindad. El aroma a pan recién sacado de los hornos de la panadería de la esquina, motivó el despertar de mis glándulas salivares. Sofocando mi salivación, contemplé a un niño que emergía desde la casa del frente. Vestía un pantaloncito corto de una blancura inmaculada y me observaba con ojos curiosos. La puerta se cerró detrás de él y yo, pequeño lobo en ciernes, sentí en mis imaginarias fauces ese regustillo hipnotizador de lo malévolo y avancé sólo un par de pasos para quedar frente a él. Cual si mis dedos fueran mandatados por alguna criatura del averno, comencé a desabrochar los botones de su virginal traje, mientras el bebé me contemplaba con ojitos impávidos. El abuso cometido no involucraba nada más sórdido que la acción en sí, ver caer ese albo pantaloncito del mismo modo que Chaplin humillaba a los millonarios de las películas mudas. Acaso una jugarreta del inconsciente o sólo la simple travesura de un rapazuelo aburrido. Pero esa garra invisible atrajo al escenario a otro actor –actriz, en este caso- que aguardaba entre bambalinas. La puerta de esa casa se abrió con brusquedad y apareció la madre del chicuelo en el preciso instante en que yo completaba mi malévola acción.
-¿Qué le estás haciendo a mi hijo, cabro de porquería?
Y arrastró al pequeñuelo como un muñeco para desaparecer tras un portazo. Ese estruendo de tablas pareció despertarme de algo incomprensible, sintiendo el vértigo del vacío y una vergüenza naciente que se incrementó al voltearme y descubrir en las grises pupilas de mi primo los titubeantes fulgores de un cuestionamiento.
Jamás cometí algo parecido, pero la sospecha aún no se deshace del todo en los abismos de mi mente. Ese niño sentado en el banquillo de los acusados, pareciera contemplarme con un rictus de arrepentimiento en el casi diluido escenario de aquellos lejanos días.
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