Deben haber sido más de veinte los años
en los que me detengo a reposar
después de cada paseo imaginario,
encima de la inerte roca junto al río.
Permanecí en su loma cada gota de agua
que surgiera del cielo o de mi rostro,
cada ventisca que despeinara mis ganas
de seguir caminando,
cada Sol que irrumpió en mis ventanas
a veces cerradas.
Allí, sintiendo solo el contacto de la roca,
discernía entre lo que era intrascendental
y lo que era necesario, lo desconcertante,
lo humano e inhumano, siendo único Juez,
jurado, testigo e incausado.
Un día advertí que la rugosidad
que al tacto me era habitual había cambiado;
Me fijé entonces en los matices de la roca,
en sus geometrías antinaturales que antaño
no aprecié, en los surcos diagonales
que culminaban sus durezas,
en su color cobre viejo, en sus apéndices hirsutos;
Descubrí, con gran sorpresa, un brillo matizado
en el hueco de un saliente delantero inadvertido
y que conformaba el perfil tosco de un ojo,
completamente inexpresivo, pero con vida.
¡Y para mi asombro, la roca, comenzó a moverse
en dirección a la orilla del río estacionario!
Y me aparté de un precipitado salto
del lomo de quien comprendí velozmente
era una poderosa y enorme tortuga
que apenas me dirigió una mirada soslayada
con su cara como de pescado antiguo
mientras se sumergía, majestuosamente,
para no volver a mirarme nunca más…
Sentí verdadera vergüenza.
Al instante descubrí mi autentica posición
en el estado de las cosas, mi sitio en el espacio
y en el tiempo; El rió se convirtió en los años
que me pesaban, el bosque frondoso no era más
que mi pensamiento enmarañado,
el cielo fue mi mente enrevesada;
Mis manos y mis ojos los culpables de mis cuitas.
Demoré algún tiempo en echarme a andar,
en recorrer un nuevo camino, pero nunca,
¡nunca! me permitiré olvidar la cara de pez
cuando me descubrí aquel día,
de la vida tan estático.
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