Conforme el avanzar del canto de las sirenas, los marineros fueron despertando uno a uno de su letargo. Ellas cantaban ajenas a la emoción que provocaban. Sus cuerpos ondulaban suavemente en el agua, rodeando el barco. Sus largas cabelleras flotaban sinuosas. Avanzaban y retrocedían tejiendo una red mortal que bajaba hasta ocultarse en la profundidad oceánica. ¿Cuándo fue la última vez que cantaron? ¿Un año, mil años? Poco importaba. No era cuestión de tiempo, sino de necesidad.

Los marinos fueron acercándose a la orilla del barandal, entusiastas, incrédulos, por sobre todo curiosos. Se asomaban con nerviosismo, atisbando la hondura del oscuro abismo, hipnotizados por el cantar.

El eco de las olas, los sonidos de la madera, el vaivén del barco y el embriagante aroma de mar, conformaban un exótico y sobrecogedor escenario.

La agitación de las aguas esparcía gotas salinas que caían, rompiéndose en mil gotas más, hasta convertirse en un tenue rocío que los empapaba.

El marinero más viejo no se inmutó, se detuvo ante la escotilla y desde ahí observó con amargura. Él no se dejaría engañar nuevamente por tan ancestral cantar. Su corazón ya le fue arrebatado por la más hermosa sirena del mar, y aún la amaba... aún la amaba... la amaba.




M.D