Ha fallecido un hombre sabio y una especie de orfandad inunda el ambiente. Ya no es novedoso que la gente en estos días nos abandone y que los organismos estatales sólo los transformen en simples números que se van agregando a una lista que se incrementa día a día. Pero este hombre, biólogo, filósofo y escritor, galardonado y reconocido por todos, nutrió la sabia del conocimiento y su talento abrió puertas a ramales inexplorados, encendió e iluminó las mentes de tantos y tantos que hoy lo lloran.
Planteó hace unos días que nadie está obligado a vivir cuando ya la existencia propia se transforma en un lastre y uno mismo incrementa el número de la sobrepoblación mundial.
Su repentino fallecimiento dio paso a un vocerío soterrado que enumeraba teorías difusas. Si bien es cierto que Humberto Maturana, que de él estoy hablando, ya frisaba los noventa y tres años, su lucidez era asombrosa y uno pudiera imaginar que en su prodigioso cerebro las ideas nacían y germinaban con profusión.
Entiendo que estas simples palabras no le harán justicia a ese hombre de mente inquieta y jovialidad perenne. Pero su verdadero legado consiste en que su nombre hoy fuera pronunciado por labios de los más diferentes actores de la sociedad. El docente y el señor que le provee de verduras, la enfermera, el auxiliar, el hombre común, todos se conmovieron con su sorpresiva desaparición porque su conocimiento era pan y también era el vital elemento, la existencia misma desentrañada y ofrendada para digerirla por labios legos y profanos, descubriendo que respirar y saber vienen siendo casi el mismo asunto.