Yo no colecciono relojes. Lo digo porque muchos de mis conocidos así lo creen. La confusión comenzó cuando mi padre me regaló un reloj cuando cumplí 8 años, por allá por el año 1965 y nunca más me desprendí de él, hasta el día de hoy. Marca Oris, de fondo blanco, más bien de circunferencia pequeña, con números romanos en las doce y las 6, el minutero y el horario, eran dorados. Muy bonito y según mis tías (de ese tiempo) era muy elegante. Con 8 años yo no sabía de elegancia pero si de pertenencia y lo cuidé como hueso de santo. Obviamente ese reloj pasó más tiempo en su cajita aterciopelado, en el cajón del velador que en mi muñeca.
Un par de años después me regalaron otro. Pero este era marca Zeico con aspecto deportivo, de buzo, de guerra. Tenía de todo, calendario, cronómetro, alarma, y dentro del reloj otros dos relojitos chicos, uno era el cronómetro, partiendo siempre de cero y el otro para acumular los minutos del cronómetro. Tenía dos palos largos, para los minutos horarios y el segundo para cronometrar los minutos. Tenía tres botoncitos además de la chicharrita para darle cuerda. Para dar inicio al cronómetro, para detenerlo y el tercero para volverlo a cero. La perilla además de dar cuerda al reloj, al sacarla, con un sonoro clic, al girarlo era para acomodar el calendario. A prueba de golpes, de agua, de fuego. Era la propaganda. Podía pasar un camión sobre el aparato y ningún rasguño ni peladura. Comprobado. Era entero de acero, incluyendo la correa metálica. En fin. Una reliquia.
Al principio no lo usaba a diario porque era muy pesado pero con el tiempo me acostumbré y lo extrañaba al no tenerlo puesto. Me devolvía si salía sin él. Lo miraba a cada instante, como el mundo mira ahora su teléfono móvil. Primero calculaba los minutos en ir al colegio y luego cronometraba. Eso contribuyó a ser muy puntual en mis infantiles compromisos. Calculaba mi tiempo y el tiempo de los otros. La frecuencia del paso del autobus. La siesta de mi padre, el consumo de un cigarro, el tiempo en hacer mis tareas, es decir, todo.
Los familiares, después los amigos y más tarde los compañeros de trabajo contribuyeron regalándome un reloj en las ocasiones especiales. Así fue como sin proponérmelo comencé a coleccionar relojes. Hoy tengo 38 unidades.
En algunos caso abuso de la puntualidad, como en las tertulias con mis amigas y amigos.
En una de esas reuniones, ya con el alcohol rondando en la sangre, propuse un tema de conversación cuyo título era “En cuantas horas se nos fue todo a negro”.
El primero comenzó a narrar su experiencia cuando estaba postulando a una aerolínea, allá por los años noventa.
Estaba todo listo – decía – aprobé todo y en poco tiempo me aceptaron. Mi nuevo jefe me mostró cual sería mi escritorio y me presentó a mis futuros compañeros.
Presenté la renuncia en mi antiguo trabajo el mismo viernes, último día que asistía. Me burlé de ellos cuando me increparon que ese no era el procedimiento. Feo. Me retiré y sentí un portazo tras mío. Estaba saliendo por la ventana.
A las ocho de la mañana de ese día lunes me presenté a mi nuevo trabajo. Llegué saludando al portero, a la gente de la recepción y a mis futuros compañeros. Curioso, mi escritorio no estaba disponible y quién lo ocupaba me dijo muy compungido que esperara un ratito, que estaba ocupando el computador – Que importa – me senté a esperar en la salita de espera. Cuando me acerqué a la cafetería a prepararme un café, se acercó mi nuevo jefe y me invitó a pasar a su oficina. Cerró la puerta y en los segundos que tardó en sentarse me comunicó que la negociación por la cual se me estaba contratando tuvo un revés. Fojas cero, nada que hacer. Eso sí fue cortés, porque esperó que me sirviera el último sorbo de café para decirme te acompaño a la puerta.
A medio día estaba cesante. En tres horas estaba en la calle.
El grupo quedó mudo – Salud, salud – Impactante – Que terrible ¿Y qué hiciste? Si dejaste el trabajo anterior en mala – Las niñas opinaban – si me pasara algo así, me muero -
El segundo no quiso ser menos y arremetió con su caso
Estábamos en el último año de universidad. A inicio de los ochenta. El mercado pagaba muy bien a los que estudiaron carreras relacionadas con computación. En el diario mural de la facultad apareció un aviso de trabajo necesitando un profesional experto en base de datos y Comercio Exterior. Que oportuno, en base de datos me consideraba el mejor. Me presenté y al lunes siguiente ya estaba contratado ganando una renta mensual superior a los profesores.
Mi prestigio subió al máximo. Con mi aporte se rediseñaron varias base de datos.
Al mes mi jefe, quien me contrató, me llamó para reclamarme que los informes que entregaba no estaban correctos. Me hablaba de cosas que no entendía, interés compuesto, paridad, nada estaba de acuerdo a las normas económicas. – “Serás experto en base de datos pero tus conocimientos de comercio exterior son mínimos –“
Me ofreció continuar “pero la renta debe ajustarse”. Pensé en la mitad, pero me ofreció un poco más de lo que ganaba como ayudante en la universidad. Así que ese día, a las 11 de la mañana, estaba caminando por Calle Morandé sin rumbo. Dos horas.
- No fue tan impactante – opinaron en grupo – eras estudiante, no perdiste nada.
- EL prestigio, y debía terminar de pagar tres trajes que compré a crédito.
Y yo tomé la palabra.
Esto ocurrió hace un mes. La conocí por Tinder. Diez años menor. Bonita. Me contó que estudió música en la secundaria. Luego estudió ingeniería en minas. Habilosa, inteligente. Nos comunicamos fluidamente. Almorzábamos, caminamos. Una vez casi nos besamos, estuvimos a punto.
Nos comunicamos a diario por Whattapps. Nos dábamos los buenos días y las buenas noches. La llamaba seguido porque enloquecía con su voz.
Le mandé unos cuentos. Seleccioné los relacionados con enamorados. Le gustó. Le escribí otros con humor. Alucinaba. Me sentía un premio nobel.
Comíamos frecuentemente en el Liguria. Nuestro cóctel preferido era una jarra de borgoña. Se venía la navidad y el verano. Lo pedíamos con hielo. Refrescante. Al poco rato ya estábamos casi ebrios y hablando de nuestras vida. A la salida caminábamos por el paseo Lastarria y todo nos parecía un carnaval.
En uno de nuestros encuentros decidí declararle mi amor. Decirle que pensaba todo el día en ella. Que debíamos tomar urgente una decisión con respecto a lo nuestro, que me estaba volviendo loco. Loco de amor.
Nos disponíamos a pedir la carta cuando, ella, muy segura de sí misma, me comunica que estaba saliendo con un tipo.
Yo me creí morir. Estaba ilusionado y de pronto desilusionado. Sufrí mientras me contaba que ya hacía días que salía con su nueva pareja.
Mientras yo pensaba en ella y creyendo que ella pensaba en mí, no era tal. Ya tenía otro. No me dio tiempo para enojarme ni reclamar.
Me sentí pésimo.
Luego de comer, por la misma entrada donde me sentía dichoso porque nos confundían por matrimonio, ahora salíamos y sentía que los mismos meseros me daban su sentir.
El regreso fue un funeral. No había carnaval. La despedida fue cruel. Después que nos separamos me senté en un paradero a llorar.
Oficialmente al día siguiente me comunicó que era su amigo. Tuve que hacer serios esfuerzo para desconectarme. Afortunadamente me dio espacio para verla un par de veces y convencerme que ya nada existía. Escribirle por Whatapps me hacía daño.
Mi vida cambió. Era uno y en 10 minutos terminé siendo otro.
El grupo guardó silencio unos cuantos segundos. Pensé que se me había pasado la mano con tanto dramatismo.
- Quién te va a creer una cosa así - dijo Pedro.
- Dónde vas a conseguir una mina que te prometa tanto. - dijo Isabel.
- Y te las das de escritor, cuando apenas sabes escribir memorándum, ni carta de renuncia. Escritor de pacotilla. - Acotó Luisa.
- Por hueón “pagai” vos la cuenta. - Remató Alvaro
Y me dejaron solo.
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