En aquel cuarto de hotel perdido en los suburbios de la ciudad, escondíamos el amor, la pasión candente que nos asaltaba y sin prejuicios nos entregábamos al goce de nuestras pieles, única vestimenta usada dentro de aquellas cuatro paredes.
Nos mirábamos intensamente, con deseo salvaje y a la vez ternura, apenas nos rozábamos con caricias hasta que la sangre embravecida, burbujeante nos incitaba a recorrernos, a grabar cada línea de nuestro cuerpo en las yemas de nuestros dedos quienes transitaban indiscretos nuestras intimidades mientras despertaban cada átomo de lujuria que se encierra en nuestros pensamientos y anhelos más oscuros.
Él, mi amor, mi amante, mi hombre, solía desnudarme con lentitud, reflejando en su retina cada parcela de mi cuerpo que iba descubriendo, cuando me tenía desnuda completamente sobre mis tacones, me tiraba sobre la cama y comenzaba a desvestirse, desde mi lugar mis ojos se llenaban de su piel canela y me iba hipnotizando con el brillo bravío de su mirada. Ya desnudo frente a mí se arrodillaba para quitar mis tacones y por las veredas que formaban mis piernas subía lentamente a besos como un caminante por una galería mirando vidrieras, así lo hacía palmo a palmo, suavemente, deteniéndose de tanto en tanto para observar mi rostro pleno de satisfacción.
Se demoraba a veces en el empeine de mis pies, sus manos acariciaban las pantorrillas y seguía su paseo hasta mis rodillas donde volvía a levantar la cabeza y me miraba con deseo y picardía, sabiendo que mi piel ardía como un volcán en plena erupción; llegar al bosque al final de la avenida, le llevaba quizás minutos o segundos que para mí eran eternos. Había aprendido a su lado a esperarlo, con abejorros en mi estómago, con desesperación en mis manos aferradas a las sábanas, disfrutando de cada caricia, beso y mirada que me dedicaba sin egoísmo alguno, buscando mi deleite en aquel acto de entrega total para mi regocijo
Cuando llegaba al lugar exacto de la cita de su lengua con mi locura, sus dedos inquisidores abrían paso y despejaban la entrada de la gruta donde se perdía jugando a la ronda, dibujando círculos, pintando pentagramas. Mis manos acariciaban la noche de su cabello y mis gemidos sumados a los suspiros alimentaban su lujuria acelerando sus pulsos.
Me conocía tanto que sabía de memoria cuando escalar por mi vientre para perderse en las cúspides de mi pecho y saltar sobre mi como un animal feroz sobre su presa; yo sumisa me entregaba a él totalmente esperando mi turno para saborear como caníbal el salitre sabor de su cuerpo húmedo de lujuria.
Angela Grigera Moreno
(Anngiels)
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