El luchador
Jober Rocha (Cuento de Humor Sarcástico)
Esta semana me enteré de una noticia sobre el hijo de mi vecino que me puso muy triste. El hecho, ocurrido unos días antes, lo escuché en la panadería comunitaria, contado entre risas y burlas. Adolfo, así se llamaba, siempre había sido un buen luchador desde pequeño. En la escuela, nadie se alegraba de él sin salir con un ojo morado o la nariz sangrando.
En su juventud, había asistido a todas las academias de artes marciales: jiu-jitsu, karate, boxeo, tae-kwondo, capoeira, Krav Maga, etc.
Actualmente trabajaba como guardia de seguridad en una empresa de corretaje de valores y cambio de divisas, ubicada en el cuarto piso de un elegante edificio comercial en el centro de la ciudad.
En su rol de seguridad, ya había pasado por muchas experiencias difíciles, como separar peleas entre clientes y empleados, arrestar a estafadores, falsificadores, etc.
La triste experiencia que tuvo en ese día, sin embargo, marcó su vida para siempre.
A cierta hora del día, divertido al mirar la fluctuación de los precios de la libra esterlina en el terminal informático, no advirtió la entrada, en el recinto, de varios individuos cargando maletas y mochilas.
Cuando se encontró a sí mismo, ya estaba a punta de pistola, igual que los otros guardias de seguridad, clientes y empleados. Los assaltantes, extremadamente violentos, obligaron a todos los presentes a trasladarse a una habitación en la parte trasera, donde les ordenaron que se quitaran toda la ropa y pertenencias, que pronto comenzaron a registrar.
Como el hijo de mi vecino se mostraba muy reacio a cumplir con la orden dada, algunos de sus compañeros pensaron que, teniendo un arma escondida debajo de la ropa, reaccionaría en cualquier momento. En esa hora de extrema tensión, uno de los assaltantes, que le apuntaba con la ametralladora, le gritó que se lo llevara todo.
Poco a poco, ante la mirada de todos, se fue quitando la ropa: primero su camisa, luego sus pantalones, calcetines y sapatos. Se quedo vestido tan solo con bragas blancas de mujer con encaje negro. Sus piernas, desnudas y afeitadas, desprendían un fuerte olor a perfume barato. Las uñas de los pies estaban pintadas con esmalte rojo brillante. En su nalga derecha, había un tatuaje de un corazón donde, en el interior, estaba escrita la frase: “Amor eterno de Juvenal”.
Poco despues, con la noticia extendiéndose rápidamente por toda la comunidad, Adolfo tuvo que mudarse a outro barrio. No dejó su nueva dirección a nadie. Solo pidió al dueño de la panadería que entregara una pequeña nota dirigida a alguien llamado Juvenal.
|