Hemos hecho ya la presentación, el nudo, pero falta mentar si se cumplieron las expectativas; qué pasó con la cámara cenital y, sobre todo, en qué terminó aquella película neorrealista.
Fue coger el taxi para la estación y empezar a acabarse el metraje. Recuerdo que fui el último en abandonar el piso, por ser también el último en terminar los exámenes. Aquello de la Filosofía no era difícil: bastaba con no tener demasiadas faltas de ortografía y- como decía un profesor- no mancharse en los exámenes con la tinta. Al fin y a la postre, no era un saber práctico y para acceder a ser profesor de la materia había otras cribas para separar el grano de la paja.
Lo último que contesté, a través de disertación oral- sacado al azar de una bolsa de terciopelo llena de bolitas- fue la teoría marxista de la historia. Y estuve hablando un rato de superestructuras y de la importancia del estadio económico en el resto de las parcelas de la vida.
Me senté en la parte de atrás del taxi y se puede decir que piqué la claqueta con aquellas imágenes- las que daba la ventanilla trasera, conforme me iba alejando de Pérez Miralles, cinco. Ahora dudo si era cinco o tres.
El caso es que fue una fila de árboles a cada lado en el punto de fuga de mi mirada lo último que vi.
Más que un examen final- volviendo a aquel- se trataba de una despedida en toda regla de todo aquel mundo que estaba a punto de acabar.
El profesor de historia de la filosofía, al terminar de hablar de Marx, me dio un apretón de manos y me deseó suerte en la vida. Era, como un delegado vicarial de la figura de un padre lejano que se acababa así de materializar. Y así se lo hice saber.
- La culpa de todo esto la tengo yo- dijo enigmáticamente mientras me despedía.

Estuve rumiando la frase en el piso durante aquel último día. Le podía haber preguntado, pero no lo hice. Ya estaba bien de preguntas y explicaciones, así lo entendí. A partir de ahora me dije- las preguntas que surjan me las iré respondiendo yo.