Yo no sé ya ni por dónde iba en esto de los pisos compartidos. Pero el caso es que compartimos, y compartimos bien. Toda historia tiene su final. De los seis que pasamos por allí, no sé si no habrá perecido alguno. Y lo señalo, por la razón sencilla de no seguir en contacto con ninguno. Eran otros tiempos. Hoy, cómo no enviarnos un mensaje por navidad aunque sea con un mensaje de texto. Pero en los que remito era corriente incluso ni siquiera tener teléfono fijo. Empezó nuestra diáspora tras el quinto año y el piso quedó expedito para otra generación de "mendrugos"- como nos llamaban nuestros compañeros, creo que del quinto. Siempre se vuelve al lugar del crimen- así en general hablando. Y no hace mucho me presenté, en un viaje improvisado que hice, a las mismas puertas de aquel edificio. Ya no era de estudiantes. Lo comprobé en el fono. Aquello parecía una familia normalizada, con los nombres de los padres y de los hijos. Sólo la floresta lo hacía nuevo, pues aquellos pimpollos que dejamos habían crecido, hasta el punto de hacer selvática- quizá no tanto-, nuestra calle. Lo demás igual, incluso con los mismos establecimientos o muy parecidos.
Uno de ellos había cambiado de nombre.
Concretamente aquel en el que procedía a canjear los envases de la cerveza por su equivalente en líquido. Aquella estrella de Levante que tan bien acompañaba mi plato de espagueti sabatino.
Y el de enfrente- el bar restaurante- se venía llamando lo mismo.
Y allí me presenté para hacer una prueba- una especie de apuesta conmigo mismo. Efectivamente, algo había cambiado, pues el mismo camarero de mis tiempos- lógicamente más envejecido- se acercó presto y solícito por la comanda.
La última vez que había pasado por aquí- le recordé-, todavía era invisible, por no haber manera de que me atendieran.
- Hay mucha chiquillería por aquí, que no viene más que a dar la murga- con una sonrisa me dijo.