El ciego percibe las formas deslizando con cautela sus dedos por su superficie. Esa sensibilidad adquirida por los avatares del destino le permite identificar rugosidades o texturas sedosas y de alguna manera inexplicable para los videntes, las irisa con un sucedáneo de color rescatado de su imaginación o de su memoria y presiente el movimiento por las mareas infinitesimales, acaso simples aleteos de insectos percibidos por su forzada disciplina entre serpenteantes senderos de sombras.
Cierta vez, mientras compartíamos una cena entre amigos en un restaurante acogedor, se nos aproximó un señor de edad madura para solicitarnos con una voz que transitaba por los senderos de la humildad, una ayuda pecuniaria. Consintiendo que su presencia no había interrumpido nada importante, cada cual introdujo los dedos en sus bolsillos hurgando algunas monedas que pudieran servirle a este desventurado ser. Uno de los comensales, intentó probar las dotes del hombre con un jueguito que aún hoy me parece deshonroso.
-Mire amigo, le propongo algo. Le presentaré tres billetes. Si usted adivina el valor de alguno, será suyo.
En efecto, este amigo nos mostró un billete de mil pesos, otro de cinco mil y uno de diez mil y luego, con ceremonioso gesto, le ofreció su propia silla al hombre para que se acomodara. Extendidos los billetes sobre la mesa, el asunto consistía en sólo rozarlos con sus dedos, no valía el palparlos ni tratar de descubrir su tamaño. Nosotros sólo movimos nuestras cabezas con desagrado. Si hubiese deseado recompensar al hombre, sólo habría bastado regalarle algo de dinero y no exponerlo a este jueguito, a todas luces lindando con la crueldad.
El ciego palpó las superficies de los billetes, titubeando. Todos lucían flamantes, recién retirados del banco y no ofrecían pista alguna.
-Ya, amigo. Se acabó el tanteo. Ahora dígame que billete está tocando.
El ciego elevó su rostro tratando de seguir la huella sonora de esa voz. Carraspeó y luego contestó titubeante:
-Es de mil pesos.
Nuestro amigo lanzó una tremenda carcajada.
-Se la perdió amigo. ¡Era el de diez! Pero tiene otra oportunidad.
Movió los billetes y otra vez le impuso el desafío al pobre ciego.
-Sólo palpando, no se me avive. ¿Qué billete es el que está bajo su mano ahora?
-El de cinco mil pesos, señor.
-¡Ja ja ja ja! ¡No pues! ¡Ahora es el de mil!
El ciego, incomodado, se levantó de su silla y sólo expresó con una voz en la que se alternaban la pena y la decencia:
-Hace dos años perdí la vista por una enfermedad muy cruel. Desde entonces, camino a tientas por la vida. Nadie me ofrecerá algún empleo porque tampoco sabría qué hacer. Sólo pido unas cuantas monedas para comer y pagar la hospedería. Pero, le agradezco amigo la oportunidad que me ofreció. Aún no he adquirido la habilidad fina que poseen los que perdieron la vista hace tiempo.
Y el ciego se despidió cortésmente y se retiró con la dignidad otorgándole una especial luminiscencia a sus pasos. Compadecido, me levanté de mi asiento y le coloqué un billete de cinco mil pesos en sus raídos bolsillos. Él sonrió agradeciéndome con una especie de reverencia.
Desde entonces, ya no frecuenté más a ese que había considerado un amigo y que por extrañas casualidades de la vida, muchos años después supe que usaba unos gruesos lentes que malamente paliaban su extrema miopía. Siempre consideré aquello como un imperceptible roce del destino, el que a veces es burlón o en otras gusta de disfrazarse de fatalidad.
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