Cuando puse en marcha "el automático" era cuestión, como se dice, de vida o muerte, por andar anímicamente como a quien le es indiferente todo. Por allí pasó lo más granado de la población, contra todo pronóstico, pues era el sitio un tanto desangelado y estrecho. Como quiera que- valga la inmodestia- tenía mano con la música y era enemigo de la estridencia, la gente acudió como quien busca la paz. Así fue cómo se gestó el mito del automático, que ofrecía un ambiente relajado para quienes gustaban de hablar.
El nombre surgió de la idea inicial de dotarlo exclusivamente de dispensadores automáticos de todo tipo de bebidas y de música; que no se llevó a la práctica, persistiendo no obstante el nombre y calando tan hondo que andaba de boca en boca de todos sin freno que lo pudiese acallar. Empecé a ver la vida con otra perspectiva, por, junto a justas retribuciones procedentes de las ventas, empezar la gente- primero a conocerme y luego a hacerse amiga- descubriendo que la diferencia entre el desplazamiento y el éxito pende de un hilo más frágil del que a simple vista pudiera parecer, de lo que dejo constancia por si sirve a algún desamparado.
Del "automático" al "haztelagüer".
Embarcado en la experiencia me pregunté si no funcionaría la fórmula con la juventud naciendo a tal fin el "haztelagüer", un bar de formato similar a los de uso con la única diferencia de contar con un volumen de sonido dentro de unos límites tolerables. Al principio no funcionó como esperábamos, mas con los recursos del "automático" se financiaba. Poco más tarde la gente descubrió que, como originariamente, los sitios de reunión estaban al fin de la comunicación predominantemente verbal. En medio de tanta deshumanización, el "hazte"- como empezó a ser conocido- floreció como flor silvestre en el parterre de la mediocridad. La gente comenzó a hacerse el "agüer" y a intercambiar sus puntos de vista poniendo en evidencia que no había tanto consenso como se suponía y, lo que es más importante, que precisamente la cohesión nace del disenso y no de las conciencias acalladas a base de consumo y perturbación, y que la panacea no estaba en el proceso incesante de acumulación (que a su vez era una inducción interesada que no podía llevar más que a la autodestrucción). Pero, como decíamos, la gente empezó a hablar y las pantallas televisuales pasaron paulatinamente a parecer grotescas, como si todos al unísono hubiéramos caído en la cuenta de nuestra humanidad, individualidad y pensamiento.
No obstante, mientras se operaba tal influencia benéfica a mi alrededor, los medios obtenidos fueron modificando mis hábitos de vida. Sin percibirlo apenas me fui convirtiendo en un personaje altivo, como si durante toda la vida hubiese estado aguardando el momento para dar el puño sobre la mesa. Y es que uno se desconoce a sí mismo, por no decir en la mayoría de los casos.
Y así fue cómo transformé el mundo y sin moverme de mi pueblo.
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