Era un domingo soleado y estaba yo muy cerca de la Escollera Sarandí, mirando el agua que, al moverse suavemente con la brisa, formaba pequeños pliegues y picos.
-Lo veo muy concentrado -dijo un pescador que estaba acompañado de un hombre un poco más joven.
-Estoy viendo cómo cambia la superficie en movimiento -le contesté- ¿No ve esos puntos brillantes de sol que chispean en el agua? Basta que uno quiera detenerse en uno solo para que ya no esté.
-Es verdad -asintió el pescador- Aparecen un momento. Es probable que solo usted alcance a ver un punto concreto mientras el resto sigue pescando o en sus temas. Ahora que lo pienso, ¿cuántas cosas habrá por ahí que duran muy poco como esos reflejos? Y cuántas que nadie ve o que solo llega a ver uno.
-Como lo del piano -acotó el hombre joven a su lado, con algo de timidez-. Aquello duró solo una tarde y yo solo lo vi.
-¡Otra vez con lo del piano!
-Pasó hace unos años, cuando vivía solo. Estuvo frente a los ojos de todos pero, si no hubo testigos, ¿cómo puedo probarlo sino contándolo?
Sentí curiosidad y le pedí que continuara. Aunque su compañero hiciera un gesto burlón, supongo que se sintió confiado. Entonces comenzó.
Dos meses antes del Mundial de Sudáfrica, llegó a la casa lindera un hombre llamado Ludovico con pocos muebles y un piano. Eran un tipo raro, solitario, mantenía una luz encendida y tenía el pelo desordenado como si tuviera la cabeza llena de corcheas. Creí que oiría melodías del otro lado de la pared pero, en lugar de eso, por las noches escuchaba unos ruidos inquietantes de serruchos y taladros. Nos veíamos a través del fondo de las casas, apenas separadas por unos alambres y unas plantas, y creo que fue por una extraña complicidad que varias semanas después, viéndome en la ventana, sonrió con ingenuidad y dijo. “-Venga, ya está terminado”.
Entonces me mostró un piano sobre una plataforma con ruedas “-Con mi Pianomóvil seré la sensación. Este vehículo funciona con la energía que producen las notas al ejecutar una pieza. ¿Qué le parece?”. Luego me dijo que me avisaría el día que lo probase.
Entonces llegó el Mundial de fútbol, la Selección alcanzó los cuartos de final y la gente era feliz. No sé mucho de fútbol, pero para nadie era novedad que aquel día de julio Uruguay jugaba con Ghana y la ciudad estaba detenida. Cuando el reñido empate llegó a la emoción de los penales, sentí que golpeaban a la puerta. “-Salga ahora –dijo entusiasmado Ludovico-, las calles están vacías. Podemos probar esta maravilla.”
Sin saber qué hacer, lo seguí. Se sentó en un pequeño banco circular adosado a la plataforma, me pidió que tomase el manubrio metálico a uno de los lados, y comenzó a tocar Badinerie de J. S. Bach. Entonces, medio a los tumbos, el piano comenzó a moverse, salimos de la casa ayudados con una pequeña rampa y, bajando a la calle, doblamos por Paraguay frente al Palacio de la Luz cada vez alcanzando mayor rapidez. Estando frente a la Torre de las Comunicaciones, él tocaba Maple Leaf Rag de Scott Joplin y doblamos hacia Liberador y la gente gritaba Gol en un bar, Gol en una casa, y en otra más, y notando que la Selección había ganado Ludovico dijo. “-Debemos apurarnos. Si las calles se llenan de gente destruirán mi creación”.
Como pude tomé el manubrio, giré a la izquierda y velozmente bajamos por la Avenida dando toda una vuelta alrededor del Palacio Legislativo mientras Ludovico se desvivía en dedos ejecutando Rondo alla Turca, y bajando como bólido por Agraciada, volvimos mientras los festejantes no alcanzaron a ver el piano antes de que lo guardara nuevamente en la casa. Fue emocionante, pero fue la última vez que vi a Ludovico. Los días sucesivos no escuché ruidos en su casa y, a la semana siguiente, solo encontré debajo de mi puerta una partitura de Rondó alla Turca, como si fuera un recuerdo que no supe cómo interpretar. Dicen que lo vieron con su piano saliendo del Puerto hacia algún país, pero nadie vio que aquello fuera un vehículo ni he sabido más de aquel hombre.
Allí acababa su historia, justo cuando un barco se acercaba al puerto:
-¿Quién puede creerle? -agregó burlón el pescador.
Hice un silencio. No podía pensar en aquello más que como algo incomprobable. Lo único que podía observar era su entusiasmo por aquella vivencia. Creo yo que la vida está llena de esos instantes fugaces, privados, incomprobables, que son parte de lo que nos mueve y que, sin ser como pianos, acaso son notas musicales o destellos que nadie más verá en el agua. |