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Era un domingo soleado y yo estaba sentado muy cerca de la Escollera Sarandí, mirando el agua que, al moverse suavemente con la brisa, formaba pequeños pliegues plateados. El sol chispeaba sobre la superficie como si miles de luciérnagas danzaran sobre el río. Intenté fijar la vista en uno de esos destellos, pero bastaba un parpadeo para que desapareciera.

—Lo veo muy concentrado —comentó un pescador cercano, acompañado de un hombre más joven.

—Estoy mirando cómo cambia la superficie —respondí—. ¿No ve esos puntos de luz que aparecen y desaparecen? Si uno intenta seguirlos, ya se fueron.

El pescador sonrió, como si la idea lo hubiera sorprendido.

—Es cierto. Están y ya no están. Como tantas cosas en la vida: instantes que nadie ve o que solo alguien logra atrapar.

—Como lo del piano —dijo el hombre joven, algo tímido.

—¡Otra vez con lo mismo! —gruñó el pescador.

—Pasó de verdad —insistió el joven—. Pero duró solo una tarde. Si nadie lo vio… lo único que puedo hacer es contarlo.

Sentí un cosquilleo de curiosidad. Lo miré con interés, invitándolo a continuar. Aunque el pescador levantó las cejas con burla, el joven tomó aire, se acomodó la campera y comenzó su relato.

—Dos meses antes del Mundial de Sudáfrica, llegó a la casa de al lado un hombre raro llamado Ludovico. Trajo solo una cama, una mesa pequeña y un piano enorme. Era solitario, siempre con una luz prendida hasta tarde y el pelo desordenado, como si viviera en una tormenta de corcheas y silencios. Pensé que escucharía música toda la noche, pero en lugar de eso, oía serruchos, martillazos, taladros. Era inquietante.

Algunas noches lo veía desde la ventana del fondo. Las casas estaban separadas apenas por unos alambres y unos yuyos. Nos saludábamos con un gesto tímido, como dos náufragos conviviendo en silencio. Y un día, desde su ventana iluminada, me dijo:

—Venga. Ya está listo.

Lo seguí y allí estaba: un piano montado sobre una plataforma con ruedas, con palancas y engranajes extraños.

—Con mi Pianomóvil seré la sensación —me dijo orgulloso—. Este vehículo funciona con la energía que producen las notas al tocar una pieza. ¿Qué le parece?

Yo no supe qué decir. Solo asentí, atónito. Me aseguró que me avisaría cuando lo probara.


Llegó el Mundial. Uruguay avanzaba firme y la ciudad entera latía al ritmo de la ilusión. Aquel día de julio jugábamos contra Ghana. La gente no respiraba. La Selección se jugaba la vida en los penales y el país estaba detenido.

Entonces golpearon mi puerta.

—Salga ahora —dijo Ludovico, agitado—. Las calles están vacías. Es el momento perfecto.

Casi sin pensar, lo seguí. Se sentó en un banquito circular adosado al piano y me pidió que sostuviera un manubrio metálico en un costado. Luego comenzó a tocar Badinerie de J. S. Bach.

El piano tembló… vibró… y empezó a moverse.
Avanzamos por una rampa improvisada y caímos a la calle. Giramos por Paraguay frente al Palacio de la Luz, cada vez más rápido. El viento nos cortaba la cara mientras el piano vibraba como un motor vivo. Después tocó Maple Leaf Rag de Scott Joplin, y aceleramos rumbo a la Torre de las Comunicaciones.

Los gritos se escucharon desde los bares:
¡GOL! ¡GOL! ¡GOL!
Uruguay había ganado. La ciudad estallaba.

—Debemos apurarnos —gritó Ludovico sobre la música—. Si la gente nos ve, destruirán mi creación.

Tomé el manubrio y doblé bruscamente a la izquierda. Volamos alrededor del Palacio Legislativo mientras él desataba un huracán de notas tocando Rondó alla Turca. Bajamos como cometa por Agraciada y, esquivando festejantes, volvimos hasta su casa sin ser vistos. Guardamos el piano a toda prisa.

Fue la última vez que vi a Ludovico.

Los días siguientes no hubo luces, ni taladros, ni música. Y una mañana encontré debajo de mi puerta una partitura de Rondó alla Turca, cuidadosamente doblada, como una despedida secreta.

Dicen que lo vieron embarcando con su piano hacia algún otro país. Pero nadie vio que pudiera moverse. Nadie más supo nada de él.


El joven guardó silencio. El pescador resopló.

—¿Quién puede creerle? —dijo con burla.

Yo miré nuevamente el agua. El sol seguía chispeando sobre la superficie, destellos breves que nacían y morían en un instante. Uno trataba de fijarse en uno… y desaparecía.

—No sé si ocurrió o no —respondí lentamente—. Pero la vida está llena de cosas así: instantes fugaces, secretos, incomprobables. Quizás no sean pianos con ruedas, pero son notas de música o destellos de luz que solo algunos llegan a ver.

Y al decirlo, un barco entró al puerto y, por un segundo, mi vista capturó un destello metálico, redondo, parecido a una rueda pulida.

Pero parpadeé… y ya no estaba.

Texto agregado el 16-04-2021, y leído por 121 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
16-04-2021 Vivencias curiosas, pero si el relator las cree con eso basta para el. Además el oyente pasa un buen momento oyendo la anécdota, la crea o no. Buen texto. ggg
 
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