Soy de una sola línea
Ese es Iván. Alto, de buena facha, siempre de terno y con la barba y el pelo canoso recortados al milímetro. En la oficina lo apodaban “Sean Connery”, aunque él jamás desmintió ni confirmó el apodo: simplemente lo aceptaba como quien acepta un título nobiliario.
Cuando en las conversaciones grupales alguien comentaba sobre la belleza de alguna compañera, Iván se excusaba con su frase de bronce:
—Yo no opino, soy de una sola línea.
Lo mismo con las actrices de moda. Podía estar todo el grupo suspirando por una estrella de cine y él, imperturbable, levantaba la mano como deteniendo el tráfico:
—No, no, no. Yo no opino. Soy de una sola línea.
Y completaba la escena retirándose con cara seria, como un monje que abandona el bullicio para volver al monasterio.
Al principio, las compañeras aplaudían el gesto. “Qué hombre fiel”, decían. Cuando su esposa llamaba a la oficina —siempre al teléfono fijo, nunca al celular, para que todos oyeran— las secretarias se deshacían en halagos:
—No se preocupe, Iván siempre tiene tiempo para usted.
—Va a salir de la reunión para atenderla, señora.
El resto de la oficina escuchaba en silencio, como si se tratara de un programa radial en vivo sobre “el matrimonio perfecto”.
Pero el tiempo es sabio, y donde algunos veían rectitud, otros empezaron a sospechar que había gato encerrado. Si después del almuerzo el grupo se desviaba a “vitrinear” o tomar un helado, Iván nunca. Con su paso rápido, se despedía:
- Yo soy de una sola línea.
Y desaparecía rumbo a la oficina, dejando a los demás con una mezcla de envidia y escepticismo.
Las conjeturas florecieron. Que si tenía una amante, que si era demasiado sumiso, que si la “línea” era en realidad una correa invisible. Un misterio delicioso, digno de sobremesas de café.
El clímax llegó con el matrimonio de una secretaria del departamento de administración. Primero, la invitación fue general: todos a la iglesia y luego al cóctel bailable. Iván estaba exultante. Brillaba más que el novio. Nadie dudaba que sería la gran velada de la oficina. Aseguraban. Todos esperaban una reunión así con casi la totalidad de los compañeros de trabajo.
Pero cuando llegaron las invitaciones formales, con su implacable “Ud. y Señora”, la cara de Iván cambió. La sonrisa se le congeló y, de pronto, aquel entusiasmo se desinfló como globo mal amarrado.
La noche de la fiesta lo confirmó: no solo llegó con su esposa —lo que ya era suficiente sorpresa para algunos—, sino que además arrastró a su hija mayor, una universitaria de diecinueve años, que lo escoltaba con gesto de guardiana celosa.
En medio de la ronda de saludos, la novia se acercó al grupo de la oficina. Saludó con mesura a todos… hasta llegar a Iván.
Ahí se rompió el protocolo: lo abrazó con fuerza, lo besó en ambas mejillas y, con esa efusividad, dejó claro ante su señora e hija que eran “muy amigos”.
El silencio fue inmediato, solo interrumpido por el clic nervioso de la cámara del fotógrafo.
Cuando los novios siguieron su recorrido, la hija de Iván disparó sin rodeos, mirándolo con un brillo de furia adolescente:
—Mamá, no quiero ver más a esa mujer cerca de mi papá.
La esposa, erguida, replicó con calma asesina:
—Sí, hija, estoy de acuerdo. ¿Escuchaste, Iván? En la casa vamos a hablar.
Y ahí estaba él, Sean Connery versión doméstica, reducido a figurín callado, con su “única línea” convertida en soga.
|