Ella suele aparecer caminando por las mañanas. Viene desde otro sector del complejo de edificios donde vivo. Llega con su paso grácil y su ropa deportiva y yo la miro pasar desde mi ventana tal como se mira pasar la belleza y la gracia. Viene en diagonal, siguiendo el sendero y por un momento pasa muy próxima a mi ventana.
Vivo en el segundo piso, y eso la vuelve muy cercana.
A veces, cuando hace calor, se quita la sudadera y suele pasar con un sujetador deportivo y una malla. Yo entonces me pierdo al mirarla. Me gusta sobrevolar el abismo infinito de su escote y seguirla con la mirada.
Indiferente a mis tribulaciones, la dama del parque sigue su camino y escapa de donde pueda mirarla. Aunque luego regresa y sigue caminando por el sendero interior que rodea los edificios donde vivo.
Nada parece agotarla.
Ya he notado que es hermosa, madura y delgada. A veces se detiene y utiliza su móvil, supongo, para mandar mensajes o para comunicarse con alguna persona. Tal vez por cuestiones de trabajo, no lo sé. O por temas del corazón ¿Por qué no? Imagino que tiene un amor lejano. O que acaso maneja desde allí cuestiones sentimentales.
A veces la suelo ver también escuchando música con sus auriculares.
Ella es como un reloj. Comienza a pasar más o menos a las nueve y yo me acerco a la ventana para esperarla.
A veces he pensado en bajar y abordarla. Saludarla de manera cortés e invitarla a salir a algún lado. Pero luego dejo de lado la idea porque eso rompería la magia.
Los seres humanos tenemos una cuestión con el tiempo.
En mi caso personal, me remito a esa cierta eternidad cotidiana y me pongo a pensar, simplemente, que siempre voy a ver a la dama del parque pasar caminando frente a mi ventana.

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